31/12/09

La tita Lola



En las sobremesas familiares de estas festividades, suelen compartirse recuerdos de personas queridas que ya no están con nosotros. En mi familia, siempre sale alguien hablando de la tita Lola, la entrañable tita Lola.

Llegó a Barcelona con su madre desde su Sevilla natal en aquellos años cuarenta en los que tantos andaluces llegaron para contribuir con su esfuerzo al desarrollo económico que se experimentó en Cataluña, y se instaló en un pequeño piso del Raval compartido con otras dos familias. Trabajó de limpiadora en Aduanas, dedicándose mayormente a limpiar barcos. Allí tuvo que aguantar algunos acosos por parte de marineros y guardias. Finalmente, entró a trabajar como hiladora en la fábrica Batlló, donde estuvo hasta que cerraron. En el terreno de lo textil, que tan fundamental fue para el desarrollo de aquellos años, los problemas fueron a más: eso de cerrar empresas nos viene de lejos. Volvió la tita Lola a sus tareas de limpiadora, y en ellas estuvo hasta su jubilación.

Por aquel entonces, ya había llegado de Sevilla su hermana mayor con sus tres hijos y una sobrina, hija de su hermano fallecido. Tenía ella seis años cuando desembarcaron de aquel carguero en el puerto de Barcelona. ¡Viaje inolvidable! Lo sé de primera mano, porque aquella encantadora chiquilla se convirtió en mi esposa y me lo ha contado más de una vez.

La tita Lola se hizo cargo de la pequeña y trabajó cuanto pudo y más para salir adelante. La abuela ya había fallecido. Tanto trabajo la fue desgastando, y su cuerpo se fue encogiendo y encorvando años tras año; pero su enorme corazón no se encogió hasta que vio a su niña casada y conoció a sus primeros sobrinos-nietos.

Su frase preferida cada vez que surgía alguna cosa que no le agradaba, y que resuena cada vez que la recordamos, era: «¡Me vais a quitar los días de la vida!»… y entonces sonreía y seguíamos adelante. Sus días de vida aquí se acabaron: se los arrebató la vida misma; y como yo no creo que en el Cielo haya que limpiar nada, debe de ser muy feliz.

Hasta siempre, entrañable tita Lola.

    29/12/09

    Muchas gracias



    Casi a finales del 2008 me inicié como bloguero, y hace sólo unos días colgué mi batallita número 50. Terminaba mi primer escrito diciendo: «Nos veremos en el campo de batalla». No sé cuántos habéis ido leyendo mis acertadas o desacertadas reflexiones, trazadas a veces con más humor y otras veces con más horror, porque las cosas que he venido comentando daban para lo uno y para lo otro. Pero, eso sí, he intentado que nos les faltará el amor, desde el convencimiento de que sin él no vale la pena ni escribir ni hacer ninguna otra cosa.

    Cuando aquel 11 de noviembre del 2008 osé lanzarme a la batalla, confesaba con cierto descaro que estaba «casi convencido de que puedo ser capaz de animar a otros con mis batallitas del abuelo, que no son pocas». Por lo que algunos me habéis compartido, parece que algo de lo que me propuse entonces se ha ido haciendo realidad; así que, con vuestro permiso, borro lo del casi convencido.

    Si con mis batallitas de abuelo he hecho bien a algunos de vosotros, me parece de perlas. Os he escrito de cosas que me parecían razonablemente importantes. Bueno, importantes para mí, claro: algunas del pasado y otras del presente más inmediato. Ha sido para mí, lo confieso, una saludable terapia.

    Por eso me ha parecido que, al cruzar este umbral de la cincuentena, debía daros las gracias por haberme acompañado durante todo el año que está apurando sus ultísimos días. Deseo para todos vosotros, pacientes lectores, lo mejor en ese 2010 que aguarda en el zaguán para entrar en nuestras vidas. Confío seguir enviando batallitas.

    De veras, emocionadamente, muchas gracias.

      20/12/09

      ¿Dónde está Dios?



      «Dios está en el lugar donde le hemos dejado.» Oí esta frase el otro día y me pareció que, así, de entrada, puede parecer muy pretenciosa. ¿Dios esperando que regresemos? ¿Dónde le dejamos? ¿Qué clase de Dios es éste que nosotros podemos haberle dejado esperándonos? Supongo que las respuestas a estas preguntas dependen de la idea que tengamos de quién es Dios, si es que somos capaces de tener alguna idea que nos satisfaga medianamente, y de quíénes somos nosotros.

      Pero, claro, Jesús de Nazaret –dentro de unos días, recordaremos que María rompió aguas aquella noche en un humilde establo- nos ha enseñado que Dios es Padre, con todo lo que eso implica de amor cuidadoso. Entre las cosas que dijo acerca de él, me ha venido a la mente lo que se conoce como la parábola del hijo pródigo. No sé por qué la llaman así, porque el protagonista no es el hijo pequeño que le pide a su padre la parte de la herencia que le corresponde porque se quiere ir de la casa paterna a vivir sus propias aventuras. El protagonista es el padre, que, primero, le da lo que le pide y respeta su libertad de marcharse, y luego, cuando el joven llega literalmente hecho polvo, le rodea con sus brazos y le prepara una fiesta de bienvenida.

      Mientras estuvo por ahí, malgastando lo que el padre le había dado, se acordó muy poco de su hogar. Pero cuando se quedó sin nada y solo, y tuvo que pechar con un trabajo que no le daba ni para comer, reflexionó: el texto dice que “volvió en sí”, lo que implica que hasta ese momento estuvo “fuera de sí”. Y volvió a casa, y su padre le estaba esperando en el mismo lugar donde el hijo le había dejado: en la puerta de su casa.

      He recordado esa emocionante historia porque con ella Jesús enseñó, y sigue enseñando, que «hay gozo en los Cielos por un pecador que se arrepiente»: el gozo de Dios, que está en el mismo lugar donde le dejamos. Saber que hay un Padre que nos espera si queremos volver a Casa es una buena noticia, ¿no?

        16/12/09

        Las buenas noticias



        Mi entorno familiar y mis amigos andan contentísimos por los efectos positivos que el doctor Sheng está consiguiendo con su acupuntura: mis dolores de los hombros y mi sordera están desapareciendo “aguja a aguja”. Las buenas noticias deben compartirse para bien de quienes nos quieren.

        Esta experiencia de compartir con los demás lo bueno que me está sucediendo me ha llevado a recordar la de aquellos cuatro enfermos de lepra a quienes, como establecía la ley, les estaba vedado entrar en su ciudad, Samaria, para evitar que nadie pudiera contaminarse con aquellas llagas que en la mente de entonces eran, además, señal de reprobación divina. La ciudad llevaba tanto tiempo sitiada por el rey de Siria con sus ejércitos que la hambruna estaba produciendo escenas desgarradoras.

        Los cuatro enfermos, al otro lado de las murallas, se plantearon dónde sería menos trágico morir, y tomaron la decisión de irse al campamento enemigo para ver qué les pasaba. Cuando llegaron, no había nadie. El relato bíblico explica que, anocheciendo, un gran estruendo de carros, ruido de caballos y estrépito de gran ejército les había hecho huir con la convicción de que le rey de Israel había conseguido ayuda de otros reyes. Como en su huida lo habían abandonado todo, los leprosos se afanaron en llevarse y esconder cuanto pudieron. Pero, “se dijeron el uno al otro: No estamos haciendo bien. Hoy es día de buena nueva, y nosotros callamos”. Armados de este sentimiento se acercaron a las murallas y explicaron lo que había pasado. Después de algunas dudas, el rey decidió hacerles caso, y la ciudad entera recibió los beneficios de aquella singular experiencia de aquellos cuatros “reprobados” que les llevaron la buena noticia.

        Pues, eso: las buenas noticias deben compartirse, para que los demás se beneficien del bien que recibimos. “También las malas”, puede decir alguien. Pues, sí; también. Y es que si las alegrías compartidas son más alegría, las penas compartidas son menos penas.

          15/12/09

          Contraste doloroso



          Les he observado esta misma mañana, mientras mi esposa compraba unas flores para nuestra hija mayor en el puesto que todos los sábados instala delante del Mercado una familia de floricultores. Ella, menuda y algo encogida, enseña el platillo a cuantos pasan lo suficientemente cerca; él toca un desvencijado acordeón. Estamos metidos ya en Fiestas, pero la imagen de esta pareja no es festiva, sino triste, casi dolorosa.

          Y es que, de repente, el acordeonista arranca con aquel “¡Y viva España!”, que termina con “¡España es lo mejor!”, o algo así. Y no he podido ya desentenderme de la pregunta: ¿Para quiénes es hoy mejor España? Para esta pareja, no. Alguien puede suponer, si le resulta reconfortante, que quizás en su país de origen vivían peor. A mí, esta vez, no me vale.

          Hace muchos años, la familia Escobar se vino a Barcelona desde su Almería natal. Como tantos otros inmigrantes, Manolo y sus hermanos trabajaron de lo lindo para salir adelante. Lo suyo era el cante, y a él querían dedicarse. Lo recuerdo porque las primeras clases de guitarra que recibieron se las impartió el tío de mi esposa; sí, aquel sevillano de risa guasona que se metía conmigo cuando subía al piso a acompañarla. Luego, él les dijo que no podía ni quería seguir con las clases, porque a ellos les gustaba golpear la guitarra; y él era un purista.

          A Manolo y sus hermanos les fue bien. Trabajaron mucho para llegar hasta donde llegaron. Así que, cuando cantaban aquello de “¡España es lo mejor!”, tenían sus razones para hacerlo. Pero me temo que el acordeonista y su compañera han llegado a nuestro territorio en tiempos muy distintos. Y comprando, y viendo comprar tanto a tantos, no puedo sustraerme -¿acaso podría, si lo quisiera?- a la pregunta: ¿Para quiénes es hoy España lo mejor?

            11/12/09

            Otras interrupciones



            Si la palabra “aborto” molesta por agresiva, la cambiamos por “interrupción libre del embarazo”, enfatizando, claro, lo de “libre”. ¿No es acaso una evidencia más de que, ley a ley, nos vamos liberando de compromisos morales y éticos propios de tiempos pasados?

            Sí, interrupción libre del embarazo; vale. Pero, ¿qué se está interrumpiendo libremente? Pues, entre millones de otras cosas, se está interrumpiendo una vida humana; se está interrumpiendo que, un día, esa persona se comiera un paquete de pipas sentado al lado de su mejor amigo, o que comprara una rosa para esa chica que conoció la otra tarde. Se está abortando –esa palabra que duele- que esa persona contemple un paisaje estremecedor, escuche una música envolvente o cante, baile, salte, grite; se conmueva de amor y por amor. También se interrumpe su posibilidad de llorar, ¡esa experiencia tan humana y divina! Eso sí, quede claro, todas esas posibilidades se interrumpen porque quienes pusieron en marcha el proceso natural para que pudieran ocurrir lo han decidido en el ejercicio de su soberanía. ¿Cuán libre es quien, las más de las veces, actúa bajo los impulsos del alcohol o las drogas?

            Y, digo, ¿qué tal otras interrupciones voluntarias? ¿Por qué no interrumpir esa enseñanza malsana de ciertos educadores de que la genitalidad es lo mismo que la sexualidad, de que el placer por el placer es saludable, y ocultarles que es sólo una caricatura del placer por amor? ¿Por qué no interrumpir tanto erotismo y pornografía en los medios que los niños y los adolescentes ven todos los días en todas partes? ¿Por qué no interrumpir tanta publicidad sucia y denigrante en la prensa, y tanta guasa en los medios porque famosos y famosetes se separan, como si se tratara de un triunfo del amor? En fin, ¿por qué no interrumpir todas aquellas cosas que están llevando al aborto?

            Lo veo difícil, porque me parece que, voluntariamente, nadie de los que podrían hacerlo lo hará. Significaría, para ellos, abortar pingües beneficios; sucios, pero cuantiosos. Los filiembusteros de turno seguirán asaltando conciencias al grito de “¡Al abortaje!”, sin que les importe un bledo que un día aquella muchacha que debió nacer besara a su amado o aquel que debió nacer estrenara sus primeros pantalones.

            ¡Menudo “botín” se llevan esos malvados a su negra Isla de la Tortuga!

              7/12/09

              “Entente cordiale”



              En cuanto les veíamos aparecer por la esquina de la calle, nos preparábamos para la batalla. Les estoy viendo: caminan lentamente, un tanto doblados por el peso de la enorme manguera de riego que llevan entre los dos, que a nosotros se nos antojaba una especie de gigantesca serpiente de caucho y hierro.

              En cuanto la conectaban en la boca de riego, se iniciaba el ritual. Gritábamos: «La xeringa curta, que no hi arriba!»*. Llamábamos “xeringa” a la manguera dándole un doble sentido que les provocara, ya me entendéis. Lo conseguíamos casi siempre. A pesar de lo gravosa que debía de ser su tarea, levantaban la “xeringa” y nos lanzaban el agua a toda presión. ¡Era divertidísimo! Simulábamos que eran incapaces de mojarnos; pero, finalmente, aquellas lluvias benéficas nos calaban hasta los huesos, porque de eso se trataba. Lo sabían ellos y lo sabíamos nosotros.

              Ahora se riega por aspersión o con máquinas, y los que las manejan no parecen agotarse demasiado; pero aquellos “porteadores” de serpientes de caucho y hierro eran, como tantos otros en aquellos años, empleados municipales de una pieza. Me hace bien pensar que, en algún sentido, nuestras escaramuzas les hacían menos gravoso su trabajo, siquiera fuera por unos minutos. Era un entrañable “entente cordiale”.


              * «¡La manguera corta, que no llega!»

                  3/12/09

                  Pillados “in fraganti”



                  No nos habíamos dado cuenta de que nos estaba siguiendo de cerca con su cámara preparada para disparar. Cuando nos giramos y le descubrimos, ya era tarde: aquel paparazzi del tres al cuarto nos había cazado “in fraganti”. Ser acercó sonriendo y nos amenazó: «Le enseñaré la foto a tus tíos», le dijo a mi novia.

                  No temblamos mucho, la verdad. Su tío –el de mi novia, no el del pelmazo que nos había hecho la foto– era sevillano por los cuatro costaos y tocaba muy bien la guitarra. Yo subía al piso para oírle cuando la acompañaba, y él, con una sonrisa de guasón andaluz que no olvidaré jamás, me decía: «Sí; a oírme tocar vienes tú».

                  Mi novia era muy joven: todavía llevaba calcetines: En honor a la verdad debo confesar que, aunque ambos ya teníamos decidido que un día nos casaríamos, por aquel entonces éramos, más que novios, amigos en proceso de conocerse. Novios de los de antes, claro; de los que no salían de paseo sin “carabina”.

                  Pero aquella tarde, aquel tramposo nos pilló desprevenidos y nos fotografíó cogidos de la mano. Ahora, después de seis años de noviazgo y cuarenta y siete de matrimonio, recuerdo la cara de sorpresa que se nos quedó aquel día. Por cierto, nuestro amigo –que lo sigue siendo, pese a todo- nunca les enseñó la foto a los tíos. La tenemos nosotros. ¡Estamos tan bonitos cogidos de la mano!

                    1/12/09

                    Los bocaditos del Taxidermista



                    Mis antecedentes familiares por parte de madre están relacionados con la farándula, sobre todo con la zarzuela y el sainete. Si será así, que yo mismo me recuerdo representando a un “pastoret”, luciendo pantalones negros, camisa blanca, faja roja y “barretina”, semiescondido en una esquina del escenario: ¡qué vergüenza me daba que me viera tanto personal que yo no podía ver porque las candilejas me deslumbraban!

                    Mi tío Antonio era un cómico muy reconocido: conservo fotos y recortes de prensa que lo atestiguan. Vivía con su familia en la calle del Tigre, casi un estrecho y oscuro pasillo de la Barcelona antigua. En la esquina con la Plaza Real estaba la enorme tienda del Taxidermista. Cuando visitábamos a mis tíos, me quedaba todo el tiempo que me dejaban mis mayores pegado a los cristales de sus enormes escaparates. Todavía me parece estar viendo a aquel enorme oso, y al león, y al lobo y a la zorra, y a muchas aves. Estaban tan bien disecados que parecían desafiarte. Cuando pasé por allí años después todo aparecía muy abandonado y polvoriento: eso que los puristas llaman “la pátina del tiempo”.

                    Después de varios años he vuelto al lugar, y ahora aquel local lo ocupa un restaurante que conserva el nombre “Taxidermista”. Ni entré cuando estaba lleno de animales ni he entrado ahora, aunque tal vez lo haga algún día, a modo de catarsis. En un letrero situado en la entrada ofrecen, entre otras especialidades, “bocaditos”: los bocaditos del Taxidermista. Y a mí me dio por reír al leerlo. Seguro que son muy buenos, pero a mí eso de los bocaditos me recordó aquellas fauces amenazadoras que me tenían enganchado… a este lado del escaparate, claro.

                    Ya os he confesado que mis antecedentes familiares son muy teatreros…

                      27/11/09

                      Gritos en la noche



                      Noche cerrada. Silencio casi absoluto: en los años 40-50 no circulaban muchos coches por mi barrio, ni se montaban botellones en sus pequeñas plazas, ni, por supuesto, iba ningún conductor presumiendo de su potente equipo de sonido. Lo dicho: silencio absoluto.

                      Pero, de repente, palmadas; al poco, más palmadas. Finalmente, gritos en la noche: «¡Sereno, sereno!». Las voces callaban en cuanto el palmero de turno podía oír sobre los adoquines el sonido casi metálico del “bastón de mando” del vigilante; y volvía el silencio. Y es que, por aquel entonces, cuando por la noche encontrabas el portal de tu casa cerrado y se te había olvidado la llave, tenías que dar palmadas para que aquel ángel municipal viniera, te abriera, te entregara una velita encendida en las manos y esperara a que empezaras a subir los escalones para volver a cerrar tras de ti. Si alguna vez tardaba en llegar era porque tenía que vigilar bastantes calles; pero en cuanto te oía, desde donde estuviera, golpeaba el firme con su bastón para que no se te ocurriera turbar el sueño de tus vecinos. Y le veías llegar envuelto en su uniforme, que en aquellos años a mí se me aparecía como de almirante.

                      Me ha venido a la memoria porque se acercan las fechas en las que los vigilantes llamaban a la puerta de nuestra casa en busca del aguinaldo navideño, y nos entregaban una tarjera felicitándonos y deseándonos lo mejor para el año que estaba a punto de estrenarse. En un lado llevaba impresa la figura de un sereno de amplia sonrisa, como diciéndonos: «No se preocupen de la noche; yo estoy aquí para cuidarles»; y en el otro, unos versos alusivos a su trabajo; normalmente muy divertidos. Y lo mismo hacían el lechero, el panadero, el farolero y otros que ahora no me vienen a la mente.

                      Siento cierta nostalgia de aquella relación tan humana. No puedo ni tan siquiera imaginarme que en estas navidades llamaran a la puerta y, al abrirla, una sonriente muchacha me dijera: «La responsable de la Caja 14 del Supermercado (tal o cual) le desea felices fiestas y próspero 2010.» y me entregara una postal con una foto y unos versos.

                      Gritos en la noche, sí los hay; pero son diferentes, muy diferentes. Hemos perdido bastante, ¿no?

                        25/11/09

                        Tarzán de las azoteas



                        En los años de mi niñez, los chavales nos pirrábamos por Tarzán de la selva y sus aventuras. No nos perdíamos ninguna de sus películas. Aquellos saltos de liana en liana con los que Johnny Weismuller se desplazaba de árbol en árbol nos tenían sorbido el seso. Tanto es así, que dos de mis primos hermanos y yo decidimos vivir nuestras propias aventuras; y como no había selvas a mano descubrimos las azoteas. Teníamos el Parque de Montjuïc cerca, eso sí; pero optamos por la privacidad de los terrados. Además, ahí no había “guris” que nos estorbaran.

                        Mi primo mayor se adjudicó el papel de Tarzán, claro, y a mí se me concedió ser Boy, su hijo. Mi otro primo –y lo entendimos bien- no quiso ser Jane. Lo que no recuerdo es si finalmente optó por el papel de “Chita”.

                        Nos desplazábamos de azotea en azotea. No lo teníamos demasiado difícil, porque en aquella selva del tres al cuarto –pero selva, eso sí- sólo teníamos que sortear los cables en los que las vecinas tendían la ropa recién lavada. No sé qué olería Tarzán en su jungla, pero a nosotros aquellas prendas tendidas al sol nos olían de maravilla. Si a algún loco como nosotros se le ocurriera hoy “ocupar” las azoteas para sus aventuras, lo tendría muy complicado: una impresionante y peligrosa jungla de antenas le cerraría el paso.

                        Trepar un muro para alcanzar otra azotea más alta no era complicado a nuestra vigorosa edad, pero saltar en el vacío para alcanzar otras ya implicaba ciertos riesgos. ¡Qué osadía la nuestra! Saltábamos; y mi primo Tarzán, yo y creo que también “Chita” nos dábamos golpes en el pecho gritando: “¡A-a, a-aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!”. No me extraña que nuestras madres fruncieran el ceño cuando les decíamos que subíamos a jugar a la azotea. Pues ¡vaya jueguecitos!

                        Y ahora, este Boy de pacotilla convertido en abuelo, anda regañando a los nietos cuando le parece que “corren demasiados peligros” en sus juegos. Claro que es hasta cierto punto comprensible, porque ¡menuda selva la que han de cruzar todos los días, y sin lianas!

                        Cuando recuerdo ahora aquellas “pelis” percibo en qué engaño tremendo nos tenían atrapados. Los negros era siempre los malos: y si salía alguno bueno solían matarlo a la primera de cambio. Los buenos era los blancos; aunque algunas veces –¿acaso como autoterapia reparadora de los responsables de tanta desfachatez?- aparecía alguno malo, que también solía acabar mal: o lo mataban los negros malos o lo devoraba algún león. Tarzán intentaba ser bueno con los buenos –negros y blancos- y malo con los malos. Nosotros, de azotea en azotea, intentábamos seguir su ejemplo: ¡la de enfrentamientos entre tribus que resolvimos en aquellos años! Con permiso: ¡¡A-a, a-aaaaaaaaaaaaaaa!!

                          21/11/09

                          El Síndrome del Alfiletero



                          Mi abuela iba siempre de negro –aparte de su esposo, se le habían muerto ya nueve de sus doce hijos-; incluso se ponía un pañuelo negro en la cabeza cuando salía a la calle. Imborrable el recuerdo de aquellas largas colas, cogido de su mano. para recoger la ayuda social que nos llegaba, muy de tarde en tarde, en aquellos días de posguerra. Los inmigrantes que hoy hacen largas colas para recibir alimentos deberían de saber que a los españoles de nuestra generación –a los de la clase obrera, quiero decir- nos pasó lo mismo. Tampoco en esto hay nada nuevo debajo del Sol.

                          Especialmente, recuerdo a mi abuela sentada en aquella silla baja con asiento de mimbre, encogida sobre aquel huevo de madera, zurciendo calcetines; y hoy, más que nunca, clavando aquellos alfileres de bolita negra sobre su alfiletero. No era como los que puedes comprar hoy en cualquier bazar, con cajita incorporada, sino un trozo de tela relleno –creo que nunca he sabido de qué- y cosido a conciencia. En estas tareas era una consumada artista: sus pelotas de papel envueltas de trapo y cosidas con esmero eran las más populares entre los chavales del barrio, porque eran las que podían aguantar un partido entero.

                          La he recordado, lo que son las cosas, mientras un atento doctor chino me iba clavando sus agujas en aquellos puntos de mis hombros y orejas donde entendía él que era necesario. ¡Qué cosa, tan aparentemente trivial, que me haya acordado de mi querida abuela Antonia precisamente tendido en aquella blanquísima sábana y viviendo a mi manera el Síndrome del Alfiletero.

                            18/11/09

                            ¿Un pie dentro y otro fuera?



                            El pasado sábado, mi esposa me despertó para que me despidiese de dos de nuestros hijos, que ya casi salían por la puerta. Nos habíamos acostado tarde, ayudándoles en sus preparativos. Les despedí a ellos, pero durante la hora siguiente estuve viviendo (?) en dos dimensiones a la vez. Cuando me despertaron, en mi sueño estaba precisamente charlando con ellos de los detalles de su marcha. Pues bien: mientras estuve luego preparando el café con leche y las tostadas de todas las mañanas, y charlaba con mi esposa desayunando, yo seguía viviendo también y al mismo tiempo en -¿cómo decirlo?- en la otra dimensión: la de los sueños. Lo onírico y lo real comiendo juntos. No es que desee que me vuelva a ocurrir, pero fue una experiencia interesante. y, si cabe, hasta un tanto divertida: para mí, porque mi esposa se asustó al verme tan ido.

                            Por eso, un par de horas después estaba yo tumbado en la camilla de un box del hospital. Durante cuatro horas me practicaron cuantas pruebas entendieron que eran precisas y me devolvieron a casa con el siguiente diagnóstico: “Síndrome confusional aislado autolimitado”. Pues, vale, y muchas gracias.

                            No han quedado secuelas, dicen los galenos. Pero se equivocan; hay una: digan lo que digan, viví la experiencia de estar con un pie dentro, en la esfera onírica, y el otro fuera, en la esfera real de todas las mañanas. No lo comentéis demasiado fuerte por ahí, no sea que os oiga Freud y se levante de la tumba para reñirme, o envíe a algunos de sus seguidores a hacerme preguntas.

                            Quería cerrar esta batallita tan reciente comentando que cabe que, cuando me despertó mi esposa, estuviera profundamente dormido en lo que los especialistas del sueño denominan fase… No lo escribo, porque me suena a marca de leche. De todos modos, tampoco lo tengo muy claro.

                              16/11/09

                              Estos galos están locos



                              Pero ellos –Astérix, Obélix y sus compañeros de la aldea- lo decían de los romanos. He vivido sus divertidas y aleccionadoras aventuras desde el principio; y ahora que están de aniversario, además de felicitarles, recuerdo lo que les ocurrió a unos jóvenes amigos, hace ya más de treinta años, en un pueblecito de Granada.

                              Eran estudiantes de Ciencias. Aquella tarde estaban charlando –posiblemente discutiendo- sobre la Biblia con unos seminaristas. Uno de mis amigos, un poco cansado de marear la perdiz, les dijo: «A mí, los personajes que más me gustan son Astérix y Obélix». No era extraño que lo dijera, porque habían descubierto a esos entrañables galos hacía poco, y me consta que se lo pasaban pipa devorando sus aventuras.

                              La inesperada respuesta de uno de aquellos contertulios fue: «Es que, nosotros, el Antiguo Testamento lo hemos estudiado poco».

                              Cuando nos lo contaron, nos reímos todos mucho. Si lo traigo a mi blog ahora no es para mover a la risa, sino más bien para confesar mi alegría de que aquellos años de ignorancia de la Biblia en este país hayan ido pasando; aunque en parte se deba a la amplia literatura polémica que se viene publicando sobre ella. Quiero creer que hay pocas personas hoy, si es que hay alguna, que pueda creer que el pequeño guerrero galo de la pócima y el enorme cazador de jabalíes que cayó de pequeño en el caldero de Panorámix tengan algo que ver con lo que se cuenta en las páginas bíblicas. Otra cosa sería leerla sin prejuicios.

                              Por otro lado, eso de que los galos y los romanos están locos parece que sigue vigente: se habla en los medios de cierto galo y de cierto romano que –desde su encumbramiento político y mediático- dicen y hacen cosas propias de quienes han perdido la chaveta. Al menos eso parece.

                                14/11/09

                                El portal número 20



                                No era el más grande, pero sí el más acogedor. Los chavales de mi calle nos metíamos en su amplio zaguán para escapar de los calores del verano y de los fríos del invierno. En las otras dos estaciones –la primavera y el otoño todavía nos visitaban- no era necesario: se superaban a golpe de carreras y peleíllas.

                                Sentados en los primeros escalones, nos explicábamos aventuras: callaba uno y empezaba el otro. Y allí estábamos, resguardados de las inclemencias hasta que la inclemente vecina del primer piso nos amenazaba con bajar a zurrarnos si no salíamos a la calle de estampida. Y entonces nos refugiábamos en otro portal –preferentemente el 4 o el 16-. Fue un imborrable tiempo de aventuras: la misma vida nos lo parecía. Como dijo el novelista Joseph Conrad hablando de su propia experiencia y obra: “Creía que era una aventura y en realidad era la vida”.

                                Por lo que recuerdo, pronto adquirí entre mis “compis” la fama de cuentista que me sigue acompañando desde entonces, especialmente entre mi familia. Hasta hace unos años, anduve contando cuentos a mis hijos en nuestros viajes por las carreteras españolas, para hacerles amenos los trayectos, y he dedicado algunos a mis nietos y nietas.

                                He recordado esta batallita porque ya estamos avisados de que los días de las fiestas navideñas -perdón, invernales- están a la vuelta de la esquina. Da gusto ver en las librerías los estantes dedicados a la literatura infantil y juvenil. ¡Qué derroche! Y me alegro. Pero me inquieta un poco pensar que los niños de hoy ya no se cuentan cuentos y aventuras unos a otros; si acaso, hablan del último videojuego para su play. Es a lo que pueden aspirar. Lastimosamente, no aprenderán mucho de bueno en algunos de ellos. No espero que todos estéis de acuerdo conmigo, pero me temo que los continuos atentados contra la creativa fantasía propia les están robando cosas muy hermosas a nuestros pequeños. Y lo siento enormemente, porque una vida sin aventuras propias o inventadas que compartir debe de ser tremendamente aburrida.

                                  10/11/09

                                  El cedro y la Señora Enriqueta



                                  Los años -¡quién sabe cuántos!- le han convertido en ese majestuoso e impresionante cedro bajo cuyas acogedoras y amplias ramas han hallado cobijo del sol estival las cuarenta o poco más personas que han acompañado hasta este cementerio de Puigcerdà los restos mortales de la Señora Enriqueta. Les observo desde un lugar donde el sol, mi amigo de siempre, me acaricia. Los empleados realizan su trabajo como casi siempre: con esa parsimonia que extiende innecesariamente el momento cuando los restos de ese ser tan amado desaparecerán detrás de una lápida. Y me da por pensar.

                                  El cedro fue antes una pequeña semilla que el viento acompañó a este lugar -¡quién sabe cuándo!- o que alguien plantó aquí hace años y años y años. ¡Y luce tan hermoso ahora! Por eso, cuando Salomón -en su “Cantar de los cantares”- intentó describir el lugar donde se amaban él y la sunamita, escribió: «Las vigas de nuestra casa son de cedro». No encontró manera más bella.

                                  La Señora Enriqueta está siendo sembrada como pequeña semilla. Los que la hemos conocido, sabemos muy bien que en su ahora ya delicado y enfermo cuerpo ha latido desde siempre la fuerza vital que viene de Dios y que un día se manifestará en todo su esplendor. El apóstol Pablo lo explicó así en una de sus cartas: «Tal vez alguno pregunte: "¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Qué clase de cuerpo tendrán?".»

                                  ¡Es una pregunta tonta! Cuando se siembra, la semilla tiene que morir, para que tome vida la planta. Lo que se siembra no es la planta que ha de brotar, sino el simple grano, sea de trigo o de otra cosa. Después Dios le da la forma que quiere, y a cada semilla le da el cuerpo que le corresponde… Lo mismo sucede con la resurrección de los muertos: lo que se entierra es corruptible, y lo que resucita es incorruptible; lo que se entierra es despreciable, y lo que resucita es glorioso; lo que se entierra es débil, y lo que resucita es fuerte; lo que se entierra es un cuerpo material, y lo que resucita es un cuerpo espiritual… Pues nuestra naturaleza corruptible se revestirá de lo incorruptible, y nuestro cuerpo mortal se revestirá de inmortalidad… Y entonces se cumplirá lo que dice la Escritura: «La muerte ha sido devorada con victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?».

                                  Disculpad que me haya extendido, pero esta vez no he sabido decir lo que quería con menos palabras. El cedro está precioso. Así de preciosa aparecerá un día mi Señora Enriqueta, porque mientras estuvo vestida de mortalidad ya fue como ese enorme árbol: la sombra de su frondosa personalidad alivió a muchos de los insoportables “calores” de nuestro mundo.

                                    8/11/09

                                    Mi ciudad está de luto



                                    Aquí estoy, para cumplir lo que prometí ayer; pero no para compartir con vosotros lo que me había propuesto. Y es que hace sólo unas horas que he regresado de despedir los restos mortales –es decir, lo único que en realidad muere- de una persona excepcional.

                                    Se nos ha ido Carles Riera. Posiblemente, pocos de los que entráis en mi blog sabéis quién es. Hace años que tuve el honor de conocerle, porque algunos de mis hijos estudiaron música en la Escuela Municipal que él dirigía, y que hoy ya es Conservatorio: era uno de sus sueños. Ahora son algunos de mis nietos los que estudian allí, pero ya no le tendrán a él; ni a mí me será posible saludarle cuando alguna vez vaya a recogerles.

                                    Hay personas que hacen música, y Carles la interpretaba maravillosamente, y hay otras personas que son música ellas mismas, como Carles Riera: la cadencia de su voz siempre amable y respetuosa; su entrañable y siempre entonada dedicación a todos y cada uno de los alumnos: los suyos y los de los demás. En el pentagrama de su vida siempre escribió cuidadosamente notas de armonioso entendimiento. Por eso, y por muchas cosas más para las que no tengo espacio, he sentido la necesidad, ahora que se nos ha ido, de presentároslo en pocas líneas.

                                    Mi corazón me comenta que, hoy, todas las teclas de todos los pianos debieran de ser negras, y negras también todas las notas de todos los pentagramas. La Música le debe ese homenaje a quien tanto la amó y nos ayudó a amarla.

                                    Schumann confesaba que la música era para él el lenguaje que le permitía comunicarse con el más allá. Nuestro Carles está ahora en ese más allá, y más acá hemos quedado todos un poco huérfanos. Mi ciudad está de luto.

                                      6/11/09

                                      La locura del abuelo



                                      Recuerdo que hace ya bastantes años nos reímos mucho mi familia y yo con aquella deliciosa película titulada “El abuelo está loco”. Ahora, el abuelo loco soy yo; no porque me pasen las divertidas cosas que le pasaban a aquél, sino por haber dejado de explicaros mis batallitas durante tanto tiempo. Disculpadme, por favor.

                                      Podría elaborar, en el Alambique de las Justificaciones, una serie de razones para suavizar mi abandono: la mayoría de los seres humanos tenemos casi siempre uno a mano. No voy a hacerlo, aunque las hay. En mi regreso, prefiero seguir contándoos aquellas experiencias lejanas y cercanas que os puedan aportar alguna cosa buena. Así inicié este blog, y por ahí pretendo seguir.

                                      Gracias por leerme, de veras. Mañana empiezo: ¡palabra de abuelo!

                                        8/8/09

                                        El susto en Tetuán



                                        “¡Esto se tiene que acabar!”. Me lo soltó de golpe, allí, cruzando la Plaza de Tetuán, y mi corazón dio un brinco: Yo la había recogido de su trabajo y la acompañaba a su casa, como casi todas las tardes. Llevábamos saliendo algún tiempo, no mucho, porque ella era muy joven; pero ambos teníamos ya muy claro que un día formaríamos una familia.

                                        “¡Esto se tiene que acabar!” Sucedió hace más de cincuenta años; y aunque ahora sonría al recordarlo, el susto que me llevé fue de los que te paralizan. La parálisis duró exactamente el tiempo que tardó ella en darse cuenta de cuán lívido se había tornado mi semblante: una eternidad. Me miró y me dijo: “Ya está bien de gastar dinero comprando almendras. Hemos de comenzar a ahorrar si un día vamos a casarnos”. ¡Qué alivio! ¡Era sólo eso lo que tenía que acabar!

                                        Tenía razón. Yo había adquirido el hábito de comprar frutos secos y cualquiera otra cosa de comer que me apeteciera. Quizás había que atribuirlo a que en mi infancia carecí de capacidad para regalarme caprichos. Ella tenía razón, ya lo creo; pero por unos momentos me dejó a mí sin poder razonar.

                                        Acabó solamente aquello que tenía que acabar en aquel momento de nuestra vida, pero lo otro no. El susto en la Plaza de Tetuán ha quedado como material de mis batallitas. Ahora, ella y yo salimos, cogidos de la mano, a comprar almendras, o lo que sea. Pero os aseguro que esa Plaza barcelonesa sigue impresionándome. Cuando otras veces ha tenido que decirme: “¡Esto se tiene que acabar!” -porque todavía hoy no tengo resuelta del todo mi tendencia a atender caprichos ajenos e incluso propios-, ya no me da un brinco el corazón. ¡Cuánto me alegro!

                                        21/7/09

                                        Agüita fresca



                                        La he contemplado desde el cielo. Gracias a que los ciclistas del “Tour” pasaron por Barcelona, la televisión me ofreció una panorámica excelente de la fuente de Montjuic, mi querida fuente. ¡Gracias, generoso helicóptero!

                                        Ahora, como cada verano, miles y miles de personas de todas las edades y lugares se sentarán en las escalinatas que suben hasta el Palacio para contemplarla luciendo sus formas, sus colores y sus sonidos, ¡la muy descocada!

                                        Yo la conozco más íntimamente y desde hace muchos años. Cuando aún no lucía tan espléndida, mis primos y yo nos acercábamos cautelosamente a ella las noches calurosas, nos quitábamos la ropa y nos sumergíamos en su agüita fresca. ¡Qué delicia! Nos turnábamos para avisar si se acercaba alguno de los “guris” –así los llamábamos- encargados de vigilar el parque. Cuando sonaba la voz de alarma, corríamos desnudos con el atillo de ropa, por temor a que fuéramos a parar en la cercana comisaría tal como vinimos al mundo. Con los años, creo que ninguno de aquellos guris tuvo jamás la intención de fastidiarnos la noche; pero el susto nos espoleaba a volver otra noche y sentir en nuestro cuerpo aquella agüita fresca, robada en tiempos de crisis.

                                        En nuestro descargo, por si hiciera falta, cabe explicar que en aquellos años de la posguerra la mayoría de los chavales no teníamos cuarto de baño en casa. Para ducharnos había que pagar en los baños públicos de la cercana Plaza de España, y tampoco nos sobraba el dinero: era mejor reservar los pocos céntimos que nos daban para asistir a una sesión doble de cine comiendo algarrobas y altramuces.

                                        Uno de estos días iré a saludarla. ¿Se acordará ella de mí como yo de ella? Sé que sonreiré feliz cuando, agitada por el viento, su agüita fresca me bese la cara. Y, ¿sabéis?, las personas que estén allí no sabrán nada de nuestro secreto amor de verano.

                                        6/7/09

                                        El gigante de Tiananmen



                                        Nos conmovió hace veinte años, y nos ha vuelto a conmover ahora, la imagen de aquel hombre tratando de detener la marcha de un tanque del ejército chino. Aquella noche del 3 al 4 de junio de 1989, el gobierno mostró toda su ferocidad contra quienes se habían manifestado contra él en la plaza de Tiananmen. Los enormes tanques aparecieron en aquel inmenso espacio y, como los gigantes de hierro no tienen corazón, lo inundaron de sangre.

                                        Al referirse a aquel enfrentamiento entre un hombre diseñado para vivir y una máquina diseñada para matar, algún comentarista ha hablado de David y Goliat. Está bien, pero a mí se me antoja que aquella noche el hombre fue el gigante poderoso y el tanque solamente un débil instrumento de muerte.

                                        El David bíblico se enfrentó al gigante filisteo blandiendo con coraje la honda que había usado tantas veces para defender a la ovejas, y lo hizo desde la convicción de que el Dios de Israel estaba de su parte, y uno con Dios siempre es mayoría. El valiente ciudadano chino se enfrentó al gigante metálico desde la convicción de que la vida y la paz son el camino para entenderse, aunque no pudo impedir que siguiera su marcha. David derrumbó a Goliat con una sola piedra, y nuestro valiente lo derrumbó con dos bolsas -¿de plástico?- como única arma. No sé qué llevaba en ellas, pero tal pudieron ser flores. Su firmeza frente a la máquina señala el verdadero valor de quienes defienden la paz, la libertad y la vida frente a quienes no toleran la libertad y asesinan a quienes se les oponen, porque su paz es solamente la paz de los muertos.

                                        Nos emocionó entonces, y nos emociona ahora. Parece que no se supo nunca qué fue de aquel gigante de Tiananmen: ¿lo mataron o sigue muriéndose en alguna cárcel? Sea como sea, la Historia ha recogido que aquella noche de junio sólo hubo un gigante en aquella plaza: un hombre con dos bolsas en las manos. Los tiranos de cualquier pelaje no debieran olvidar esa imagen, porque, a la corta o a la larga, han de ser personas como él quienes acabarán derribándoles.

                                        4/6/09

                                        Batallita laboral


                                        Hace unos días estuve conversando con un ecuatoriano que lleva varios años en España y todavía no ha podido resolver la cuestión laboral, que le permitiría regularizar su situación de “sin papeles”. Acababan de despedirle de su último trabajo “en negro” porque a su patrón le habían multado por haberle empleado. Sigue esperando…

                                        Esa historia de trabajos “fuera de la normativa legal” me ha llevado a recordar mi pequeña batallita laboral. En la posguerra no se podía trabajar hasta haber cumplido los catorce años, aunque –como ahora- la realidad fuera otra: hay que tomar en cuenta que muchas familias obreras habían perdido al padre en la guerra, o después de la guerra; y no era fácil que las viudas salieran adelante si los hijos no empezaban a trabajar lo antes posible. Yo tenía trece años, todo un hombrecito, cuando comencé mi vida laboral en una fábrica de medias. Salía antes de las seis de la mañana de mi casa con mi fiambrera y me pasaba el día ante un enorme peine de agujas, esforzándome en que cada punto quedara en su sitio: el tejedor me largaba una buena bronca cuando una carrera en la media evidenciaba que me había saltado uno.

                                        Pues bien; cuando llegaba el inspector de trabajo para tomar nota de si las cosas se hacían bien, me escondían en el lavabo de las mujeres: lo de “lavabo” es un eufemismo, porque en realidad era un cuartucho oscuro cuyo hedor casi puedo evocar ahora. Los lavabos de hombres y mujeres estaban en un patio trasero sucio de grasas y aceites, trapos, carretes y otros “artículos” propios de una fábrica de telares. En el lavabo de los hombres –más sucio todavía que el otro- no me podían esconder, por si al inspector de turno le asaltaba una necesidad.

                                        Así que, cuando era un chaval, yo también fui un trabajador “en negro”: al cumplir los catorce comencé a cotizar, pero hasta ese día fui un “sin papeles” laboralmente hablando.


                                        21/5/09

                                        En el barranco de Víznar


                                        En una tertulia literaria emitida por televisión, el escritor británico Ian Gibson, afincado desde hace años en tierras granadinas y biógrafo de García Lorca, comentaba hace unos días con sus contertulios que en la fosa común del barranco de Víznar donde sepultaron los restos del poeta andaluz también están los de un matrimonio de cristianos protestantes, maestros ambos, que fueron vilmente asesinados.

                                        Esta noticia me ha recordado la visita que hice hace ya años a Fuente Vaqueros, el pueblo de García Lorca, acompañando a un querido amigo apasionado por la Cultura y, de manera especial, por la Literatura. Nos sentamos en un banco junto a un anciano y, tras un ratito de cháchara, le preguntamos por el poeta y su casa. Se levantó rápidamente y se despidió amablemente con un “Pregunten ustedes a su familia”. Todos los intentos resultaron igualmente infructuosos aquella tarde: nadie nos quería contar nada.

                                        Pasados los años, en la vega de la capital granadina instalaron un amplísimo parque cuajado de rosales dedicado a la memoria de su paisano asesinado por sus paisanos. Ahora, con eso de la memoria histórica, es posible que sus restos y los de las demás víctimas sean desenterrados y reciban la sepultura que merecen. ¡Ay, aquellos maestros cristianos que resultaban intolerables en aquellos días de sangre y venganza! ¿Qué enseñarían a los niños que hubo que asesinarlos y enterrarlos en el barranco de Víznar?

                                        Los años pasan, doña Memoria pide cuentas, y es posible y deseable que las heridas sangrantes de aquellos horribles años vayan cicatrizando. Otra cosa es si seremos capaces de ir cicatrizando ese sentimiento de responsabilidad colectiva que gravita sobre nuestro país, como sobre tantos otros de nuestra soberbia Europa, por tanta sangre derramada. Pero tengamos presente que, como sucedió entonces en el barranco de Víznar, sigue sucediendo ahora: hay responsabilidad colectiva –algunos silencios cargados de culpa-, pero no todos somos igualmente asesinos.


                                        12/5/09

                                        Parábola de los jardineros


                                        En su manera de entender la vida, algunos colectivos humanos, religiosos o no, son semejantes a lo que le sucedió a aquel jardinero que fue contratado por los propietarios de una enorme urbanización para que arreglara y cuidara el gran parque que habían situado en el centro mismo del amplio terreno en el que se levantaban sus lujosas mansiones. Cuando llegó el primer día se encontró con otro jardinero contratado para la misma tarea. Ambos la emprendieron con entusiasmo, porque amaban su trabajo. No pasó mucho tiempo sin que aquel abandonado parque –nadie lo había visitado desde que fuera inaugurado- luciera espléndido. Habían arrancado cuanta mala hierba lo afeaba e impedía el crecimiento de plantas y árboles. Pusieron en marcha el sistema de regadío, y sembraron plantas y flores en todos los parterres. Limpiaron el estanque y las dos fuentes, y las cuatro estatuas que llevaban tiempo aburridas, esperando que alguien las dejara en condiciones de presumir.

                                        Visto el resultado, todos los vecinos les mostraron su reconocimiento y les contrataron para seguir trabajando para la comunidad, manteniendo el parque en condiciones y limpiando y embelleciendo las ornamentaciones florales de las entradas de las casas. Por primera vez, los niños jugaban en aquel ya hermoso lugar y algunos abuelos se habían posesionado de los bancos recién pintados para vigilarles.

                                        Ambos jardineros trabajaban a gusto hasta que, una tarde, a uno de ellos se le ocurrió subir a un cerro desde el que pudo observar toda la urbanización. Fue entonces cuando se dio cuenta de que los jardines traseros de todas las casas estaban sucios y abandonados: trastos esparcidos, plantas y césped secos, basura acumulada en cada rincón. La visión para él, que tanto amaba su trabajo, fue penosa. Por eso, descendió y compartió con su compañero el propósito de que se ofreciesen a cuidar también esos jardines familiares. Lo hicieron; pero una y otra vez la respuesta fue: “De eso ya nos ocupamos nosotros. Es nuestra casa. Vosotros, a lo vuestro”.

                                        Entristecido, el que había tenido la idea decidió marcharse. Su compañero trató de persuadirle de que no lo hiciera. “Nos pagan muy bien por cuidar el parque y las calles; y eso es lo importante.” Pero no cambió de opinión: cogió sus herramientas, subió a su destartalada furgoneta y se marchó de aquella urbanización en la que lo único que importaba era lo que los demás podían ver. El otro jardinero se quedó, y dicen que tiene el parque precioso y que, para él, ya es suficiente.


                                        1/5/09

                                        Vicente


                                        Estaba allí todos los días. Cuando salia de casa para ir al cole, allí estaba; y cuando volvía, también. Todo el día de todos los días, el bueno de Vicente se sentaba ante su diminuta mesa y se ponía a trabajar. Era zapatero remendón; y aunque la gente del barrio le conocía como remendón, yo sé, porque pasé muchos ratos observándole, que era un buen zapatero. Que yo sepa, nadie se le quejó, ni por remiendos ni por zapatos a medida.

                                        Tenía su taller en un pequeño cuartito abierto en el zaguán del portal de la casa de vecinos en la que vivía, justamente al lado de la mía. Recuerdo con mucho cariño a aquel entrañable artesano, y todavía hoy, años después de que él haya muerto y yo viva lejos de aquella calle, no puedo explicarme cómo era posible que conversara conmigo teniendo entre sus labios aquellos clavitos con los que claveteaba las medias suelas y los tacones. ¡Qué portento! Y qué alejado todo aquello de la industrialización.

                                        Por eso, al evocar a Vicente, siento un ramalazo de nostalgia por aquella manera de hacer las cosas y de tratar a los clientes. Y además, un sentimiento de gratitud porque aquel “remendón” –quiero decir “zapatero”- siempre encontraba tiempo para, con aquellos cigarrillos que colgaban de sus labios cuando no los tenía llenos de clavitos, compartir conmigo los secretos de su profesión. Me encantaba el olor de la piel cuando la cortaba delicadamente, y el de los tintes que usaba para “mejorar” el calzado envejecido, y el de los betúnes. Sigo oliéndolos todavía. Yo solía irle a buscar el carajillo a La Mariona, el bar de nuestra calle en cuya sala interior ensayaba los cantantes de las “caramelles” y los trompetas y tambores de la banda del barrio, y en cuyo altillo jugué mis primeras partidas de futbolín, cuando los jugadores eran sólo unos pedazos de madera sin apenas forma humana

                                        No entiendo por qué, en lugar de ser zapatero, me metí en el mundo de las artes gráficas.
                                        Hubiera sido un buen homenaje a mi querido y nunca olvidado Vicente, el zapatero del portal número 7 de mi calle.


                                        21/4/09

                                        La parábola de la “foguera”


                                        La falta de entusiasmo de una gran parte de nuestra juventud es semejante a la experiencia de aquel paisano que, viajando por Asturias, se sorprendió de ver que en la mayoría de los pueblos se yergue un altísimo tronco.

                                        Cuando se detuvo en uno de ellos para preguntar qué significaba, le explicaron que era la “foguera”, lo que en otros lugares se conoce como “cucaña”. Todas las primaveras, los varones del lugar van al bosque en busca del eucalipto más alto, lo talan, le cortan las ramas, lo descortezan y lo cargan sobre sus hombros hasta la plaza o la explanada señalada para la fiesta. Cuelgan una bandera y algún obsequio en el extremo más delgado e izan el tronco entre todos, con la ayuda de cuerdas, hasta dejarlo en el hueco que han abierto. Ya está levantada la “foguera”. Alguien le comentó que, hace años, esta fiesta solía estar relacionada con la despedida a los mozos del pueblo que se iban a cumplir el servicio militar.

                                        “¿Se trata de subir para alcanzar el premio?”, preguntó a uno de aquellos fatigados varones. Y le dijeron que sí. Y cuando quiso saber si eran muchos los valientes que se arriesgaban a subir, le dijeron: “Ahora ya no. Antes, los guajes se peleaban para subir el primero; pero eso pasó a la historia. Los jóvenes de hoy no se entusiasman ya por estas cosas. `¿Para qué?´, dicen. Parece que no sienten la necesidad de demostrar su fuerza, ni de encandilar a las muchachas alcanzando el premio”.

                                        Y nuestro paisano, ya de regreso, se preguntaba si aquel entusiasmo para enfrentar el reto estaría relacionado, y un tanto determinado, por las excesivas facilidades que tienen hoy para conseguir cualquier cosa que deseen. ¿Para qué subir a buscar nada si me lo bajan otros?


                                        15/4/09

                                        La necesidad de crear


                                        En algún lugar leí que el arte es una nueva y dinámica religión que se sitúa por encima del bien y del mal y que, precisamente por eso, es indiferente al hombre, al placer, al dolor, a la moral, a la vida y a la muerte. No estoy del todo convencido de entender esa definición, pero me viene al pelo para compartir algunas ideas sobre la necesidad de crear propia de los seres humanos.

                                        Desde luego, hay manifestaciones artísticas que parecen buscar hel-arte el corazón; pero aun así, no voy a ser yo precisamente quien cuestione el impacto, positivo o negativo, que nos producen las obras de arte en cualquiera de sus manifestaciones.

                                        Hice mis pinitos en dibujo y pintura en la Escuela de Artes y Oficios de Barcelona, ubicada en aquellos años en la Plaza Palacio. Me dijeron que no lo hacía mal del todo; y todavía hoy sucumbo a la urgencia de trazar algunos garabatos. Dejé aquellos estudios porque me prendió otro arte: las palabras, la literatura y, por encima y dándole sentido a lo demás, por la Palabra. Ni quiero ni sé renunciar a la creatividad, aunque no la viva delante de un caballete sino ante la pantalla del ordenador. Como creyente, entiendo que esa necesidad de crear es patrimonio nuestro porque fuimos creados a semejanza de quien nos creó; Otros pueden verlo de otra manera, y tienen todo el derecho; pero me resulta innegable que esa capacidad creativa va desapareciendo en la medida en que también va desapareciendo la niñez, como dijera tan acertadamente Neil Postman.

                                        En esta etapa creativa de mi vida, entiendo mejor lo que anoté un día en mi cuaderno: “Crear es vivir en una edad sin edad”. Pues, precisamente se trata de esa sensación. Porque, en un sentido que no sé razonar pero que me emociona, cuando creamos estamos más cerca de aquellas experiencias para las que fuimos diseñados; y en ese sentido, estamos luchando contra una sociedad en la que se intenta cercenar las capacidades creativas.

                                        Y además, yo tengo muy presente que el Reino de los Cielos es de los niños. Vivir sin edad es una pasada…


                                        10/4/09

                                        Mi Teatro Griego


                                        Siempre me ha parecido curiosa y estupenda nuestra capacidad para posesionarnos de aquellos lugares, e incluso personas, que evocamos de vez en cuando. Quiero deciros algunas cosas de mi Teatro Griego.

                                        Hace unas semanas llevamos a cuatro de nuestros nietos al Parque de Montjuic, en Barcelona, y me propuse compartir con ellos mi Teatro. No fue posible, porque lo estaban restaurando: hay que tenerlo a punto para el verano. Dentro de pocas semanas miles de personas disfrutarán de los espectáculos que se programan cada año: música, danza, teatro y algunas otras cosas.

                                        Mis primos y yo invadíamos ese Teatro allá por los años cincuenta del siglo pasado, cuando, como daños colaterales de nuestra guerra, se nos mostraba abandonado y lleno de escombros. Y lo hicimos nuestro. Recorríamos los pasadizos interiores, nos colábamos por cualquier hueco que no estuviera cerrado por aquellas enormes puertas metálicas que pretendían obstaculizar nuestras “investigaciones”. Esperábamos y temíamos que algún día íbamos a toparnos con algún vagabundo con malas pulgas que también hubiera tomado posesión del lugar. Fue un tiempo estupendo…pero no del todo.

                                        Una de aquellas tardes observamos que en la entrada del Teatro que da a la carretera había policías y curiosos. Nos acercamos desde lo alto de la escalinata, y le vimos. Estaba tumbado en el suelo mirando hacia arriba, como si hubiera estado esperándonos, Aquel cadáver pálido y ensangrentado me heló la sangre. No supimos quién era, pero alguien sí lo supo: ¿tal vez uno de aquellos perseguidos “rojos” de que habíamos oído hablar, o quizás un asesino asesinado?

                                        Después de tantos años, cuando recuerdo que tengo un Teatro Griego en propiedad, la imagen de aquel cadáver mirándome no falta a la cita. Reflexiono ahora que es como una parábola de la vida: momentos de diversión salpicados a veces por la irrupción de la muerte, siempre cercana y lejana a la vez.

                                        Cuando vuelva a Montjuic con mis nietos les enseñaré ufano ese Teatro que hice mío un día, cuando no se mostraba tan espléndido como en las cálidas noches de nuestros veranos. También en esto ha cambiado nuestro país, y me alegro. Me agradaría que los corazones rotos pudieran ser restaurados y remozados como lo está siendo mi Teatro Griego.


                                        26/3/09

                                        Lagunas en La Laguna


                                        Aquella mañana en la que me quedaban algunas horas libres de cualquier compromiso me subí a la “guagua”que iba hacia La Laguna, la espléndida y señorial ciudad de la isla de Tenerife. Me habían hablado de ella, y se habían quedado cortos. Después de callejear con los ojos muy abiertos –no conozco otra manera de “poseer” un lugar-, entré en el Museo de Historia. De sala en sala, fui comprobando las grandes lagunas que tengo en cuando al conocimiento de nuestra historia. Allí supe de las barbaridades que perpetraron contra los guanches los que llegaron desde la Península. Pero fue al entran en la sala en la que están expuestas hermosas obras de arte que me fijé en un cuadro: un regio personaje recibiendo regalos de alguien que se inclina ante él. Y entonces comprobé que eso de tener “lagunas” está bastante extendido: en la nota colocada al lado del cuadro, además del nombre del autor, se leía: “Abraham recibiendo los diezmos de Melquisedec” (más o menos).

                                        Era un error. Al salir del Museo me acerqué a la atenta tinerfeña de la recepción para explicarle que fue Abraham quien ofreció los diezmos a Melquisedec, rey de Salem. Me preguntó si podía dejar por escrito mi rectificación, y lo hice. Me extendí un poco con el relato del Génesis y hasta expliqué que en la Carta a los Hebreos, en el Nuevo Testamento, su autor menciona a ese Rey y Sacerdote y lo presenta como alguien de quien apenas se sabe nada pero que anticipó el sacerdocio de Jesucristo, quien, además de ser también Rey, accedió a la tarea sacerdotal según ese orden antiguo y no según el orden de la Ley de Moisés, cuyos sumosacedotes eran los hijos de Aarón, el hermano de Moisés. Me sucedió hace unos años, y no sé si habrán rectificado aquel texto.

                                        He recordado esa experiencia al leer “El Alquimista”, donde Paulo Cohelo –tan amigo de citar personas y textos de la Biblia en sus novelas- introduce a Melquisedec como uno de sus personajes enigmáticos. Pues bien: el afamado escritor portugués no erró en este punto. A su rey de Salem le hace refexionar así: “Nunca más volverá a ver al muchacho, del mismo modo que jamás volverá a ver a Abraham, después de haberle cobrado el diezmo”. Seguramente, su Melquisedec no verá más a Abraham, pero el de la Biblia, sí. Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.


                                        16/3/09

                                        En el cuadrilátero de la vida


                                        Desde que en el umbral mismo de nuestra experiencia humana adquirimos conciencia del bien y del mal como dos realidades confrontadas, somos protagonistas, batalla a batalla, de esta interminable guerra de todas las guerras. De ahí la necesidad de tomarse muy en serio la sabia recomendación de “vencer el mal con el bien”. Peleamos en este cuadrilátero de la vida, golpe a golpe; venciendo a veces y siendo vencidos otras.

                                        Esta mañana he vuelto a encontrarme con esta afirmación, garabateada en un papelito hace no sé cuántos días: “Lo único que necesita el mal para triunfar es que las personas buenas no hagan nada”. Y hace solamente unos minutos me ha emocionado confirmar que es así, que no puede ser de otra manera; que al mal le molesta el bien. Estoy diciendo que a los malos les estorban los buenos. El profesor Neira, un hombre bueno, ha permanecido en coma durante mucho tiempo, y ha salido de él “tocado”, porque tuvo el valor de enfrentarse al malvado que estaba maltratando a una mujer, y que se revolvió contra él miserablemente. Y es que, en esta cruda pelea ente el mal y el bien pueden recibirse golpes bajos que intentan noquearnos.

                                        La otra tarde fui testigo de cómo unas cuantas personas buenas, algunas de ellas con serios problemas físicos y emocionales, se entregaban de nuevo a mitigar el hambre de algunas familias –más de ochenta ese día-- repartiéndoles alimentos y sonrisas de empatía. Vencer el mal, lo cause quien lo cause y allá cada cual con su responsabilidad, sigue siendo el camino de las personas buenas; porque las malas no saben hacerlo.

                                        Mientras haya entre nosotros personas que hacen el bien, los que hacen el mal –algunos de ellos deben de ser esos “hijos del Maligno” de que hablaba Jesús-- lo tienen más complicado. Y hoy he sentido la necesidad de expresar aquí mi alegría. ¡Qué hermosa pelea nos perdemos cuando nos quedamos sentados en las gradas!

                                        Aunque este trabajo esté resultando más extenso de lo que recomiendan los blogueros más expertos, no me resisto a cerrarlo con estas palabras del Libro de los Proverbios:

                                        Has flaqueado en el peligro, te faltó el valor;
                                        libra a los que llevan a matar,
                                        no abandones al que está en peligro de muerte.
                                        Porque digas: “No me doy cuenta”,
                                        ¿no lo va a saber el que pesa los corazones?
                                        El que vigila tu vida lo sabe y paga al hombre sus acciones.


                                        10/3/09

                                        ¿Estamos solos…?


                                        Ha sido llamado el “enigma de los siglos”: ¿Estamos solos en el universo? ¿Hay vida en otros planetas?

                                        La NASA ha lanzado al espacio la sonda Kepler, a la búsqueda de otros planetas que puedan albergar vida. No buscará sólo uno, sino que orbitará para saber cuántos hay en la Vía Láctea.

                                        Esta vez, la noticia no dice nada de los millones que cuesta esta aventura espacial. No hace falta. ¿Podré ver el día en que los gobernantes políticos y económicos –tanto monta, monta tanto- asuman la responsabilidad de que en nuestro planeta mueren cada años millones de seres humanos?

                                        En la mayor parte de los países de nuestra esquilmada Tierra, muchos se están preguntando: “¿Estamos solos…?”. Hay que agradecer los esfuerzos que algunos hacen para “acompañarles”, pero no basta para resolver tan lacerante injusticia.

                                        El principal responsable de este proyecto ha dicho: “Estamos buscando planetas donde la temperatura es la justa para que haya agua líquida en la superficie”. Pero, ¿tienen presente de que aquí sí la tenemos, pero que, mientras que una minoría la derrochamos –como si fuera nuestra-, la gran mayoría se muere de sed? ¿Han hecho números de lo que costaría cambiar esa situación?

                                        Una cosa más. Dicen que “el censo de mundos habitables no comenzará a elaborarse hasta dentro de más de dos años”. ¿Cuántos terrícolas más han de morir durante ese tiempo?

                                        En uno de los márgenes de la página donde he leído la noticia hay otra, muy corta, que nos dice que la Amazonia se está muriendo. En lugar de absorber 2.000 millones de dióxido de carbono, en el 2005 emitió más de 3.000 toneladas de CO. ¿La causa? La mortalidad de los árboles… por causa de la sequía.

                                        Nuestra sociedad vive la peor sequía moral de toda nuestra Historia. ¿Sabéis una cosa? A mí me parece que, como en los días de la torre de Babel, cuanto más arriba queremos subir, más abajo nos encontramos. Como ser humano, y por tanto responsable en alguna medida de este despropósito, me duele, me duele mucho oír las voces de quienes se preguntan: “¿Estamos solos… en la Tierra?”.


                                        7/3/09

                                        ¡Al rico hielo!


                                        Como el firme de nuestras calles era de adoquines, oíamos las ruedas de su carro aun antes de verle. El Hombre del Hielo. “¡Hielo, hielo!”, gritaba; y las señoras aparecían por los portales con sus cestos, o lo que fuera, para comprárselo. “¿Cuánto quiere?”. “Un cuarto de barra, más no me cabe en la nevera.” “A mí, media barra.” Y mientras él, con aquella especie de garfio que manejaba diestramente, iba cortando lo que le pedían, aquellas apetitosas astillas de hielo se esparcían por el aire. Y allí estábamos nosotros, los niños del barrio, echando mano de las que podíamos –a veces, cazadas al vuelo-. ¡Eran nuestros “polos”! ¡Qué delicia chuparlos, riéndonos unos de otros de nuestras caras de satisfacción!

                                        La escena era siempre tan divertida, que estoy seguro de que el Hombre del Hielo atacaba aquellas largas barras de manera que saltaran más astillas. Creo que ni yo ni mis amigos le dimos las gracias ni una sola de las muchas veces que nos hizo más soportable el calor, y nos animó a seguir jugando, ya fuera al fútbol con aquellas pelotas de papel y trapo que nos cosían nuestras abuelas, ya fuera blandiendo cualquier palo a manera de espada para emular las hazañas de los tres mosqueteros o del Zorro.

                                        He recordado esta “batallita” porque mi esposa, hace unos días, me pidió un helado de nata y chocolate que guardaba en el congelador: había sobrado de los que solemos comprar para los nietos. Al verla comérselo con tanto deleite y con tal expresión de agradecimiento, me vino a la mente –seguro que sonreí- el Hombre del Hielo y su generosidad.

                                        No me convence nada aquello de que “los tiempos pasados fueron mejores”. Prefiero quedarme con lo mejor de cada tiempo: las risas desbordadas por chupar una astilla de hielo en tiempos cuando eso de los helados nos estaba vedado, y la sonrisa de mi amada esposa lamiendo su helado de nata y chocolate.


                                        4/3/09

                                        Incompetentes


                                        Estos días he leído un lúcido y, hasta cierto punto, demoledor libro sobre la incompetencia. Si hemos de ser honestos, tendremos que decir aquello de “El último en salir, que cierre la puerta”. En alguna que otra cosa, todos padecemos y hacemos padecer por nuestras incompetencias.

                                        He recordado la sinceridad de Pablo cuando en una de sus cartas, escribiendo sobre su tarea como apóstol, dice: “no que seamos competentes nosotros mismos para pensar algo de nosotros mismos…”. ¡Qué bien nos iría hoy que aquellos que confunden competencia con competición tuvieran esa misma actitud! Compiten, desde su incompetencia, para… Bueno, le cedo la palabra a Peter Laurence y su principio: “En una jerarquía cada empleado tiende a ascender hasta su Nivel de Incompetencia”. Pues, eso.

                                        Molesta, casi duele, que tantos y tantos incompetentes se hayan aupado a esferas de eso que se llama “la función pública”, donde la aptitud, la idoneidad son imprescindibles. Hay muy buena gente en todas partes, me consta, pero uno tiene la impresión de que los incompetentes van copando lugares de responsabilidades para las que no tienen –no hay más que verles y oírles- la más mínima capacidad. Supongo que les puso ahí algún otro incompetente. ¡Qué bueno sería que cada uno se dedicara a aquello que sabe hacer bien!
                                        En demasiadas butacas de los Parlamentos y en demasiados despachos de la Administración, y en demasiadas aulas, y en demasiados centros hospitalarios, y en demasiados púlpitos de las Iglesias, y en demasiadas tertulias televisivas –etc., etc.- se apoltronan personas que ni están ahí por vocación, aunque quizá sí por ambición, ni dan la menor muestra de competencia.

                                        El apóstol termina su honesta frase diciendo: “sino que nuestra competencia proviene de Dios”. Pues, es de recibo que hay que capacitarse continuamente para cualquier tarea que hayamos de realizar. ¿O no hace falta? Una advertencia que me hago a mí mismo: el hecho de que mi competencia venga del Cielo no implica que no haya de implicarme hasta las cejas en ser cada vez más competente.


                                        22/2/09

                                        Dios no es “culé”


                                        Messi quizá lo sea, pero Dios no; ni periquito, ni madridista, ni de ningún otro club; al menos, que yo sepa. En la pancarta que exhibían en el Camp Nou aquellos espectadores –no sé si culés- podía leerse: “Dios existe. Juega en el Barça” Y más abajo, en letra más pequeña. “Messi”.

                                        Creo que sería estupendo para ese Leonardo del “renacimiento” del fútbol-espectáculo, y para el sentido común también, que la cosa no fuera a mayores. Que nadie –por muy argentino que Messi sea- levantara entre nosotros una iglesia para sus adoradores, como hicieron en su país con ese otro “dios” llamado Maradona.

                                        No hay necesidad de divinizar a ningún ser humano para reconocer el alto valor que cada uno tiene, y menos aun sus capacidades para ganar dinero “a patadas”. Debiera de bastar con reconocer que el invisible, inabarcable e inalcanzable Dios nos quiere tanto que nos comenzó a divinizar un poco a todos cuando, en la persona de Jesús de Nazaret, asumió nuestra naturaleza humana. Y lo estupendo de esta “encarnación” es que fue diseñada amorosamente, y consumada en su muerte y resurrección, para que nosotros seamos como él: hijos de Dios, participando de su naturaleza.
                                        A quienes leemos la Biblia, todo esto no nos extraña. En el umbral mismo de nuestra historia fuimos creados a “imagen” de Dios; luego, al conocer el bien y el mal por decisión propia, adquirimos la categoría de “dioses”. Pero la historia nos enseña día a día, sollozo a sollozo y rabia a rabia, que ser dioses sin Dios no es el mejor camino para ser siquiera seres humanos. Por eso, Dios se ha propuesto que, descendiendo de este Olimpo de las Vanidades, podamos ser sus hijos.

                                        No, Dios no es culé; pero todo culé, o periquito, o madridista… es decir, todos nosotros sin excepción, estamos llamados por Dios mismo a ser como Ël. Éste sí es un gol de verdad, metido en nuestra historia por la mano del Dios verdadero.


                                        19/2/09

                                        De cacería


                                        Se ha levantado la veda. Los cazadores están de enhorabuena. Podrán presentar sus trofeos a los amigos: no a los amigos de los animales, claro. Eso sí, cazar es muy caro. ¿un millón de euros por venado, o por participar en la carnicería?

                                        Naturalmente, me refiero a la para mí espantosa foto aparecida en la prensa en la que, para mayor gloria de los cazadores que cazan por diversión que no por hambre, aparecen personajes distinguidos de la judicatura de nuestro país. Pero, claro, cuando escribo de ir de cacería me estoy refiriendo a otros campos de la cinegética. Por ejemplo, a esa búsqueda y persecución de que vienen haciendo gala algunos de nuestros políticos –lo de nuestros es un decir- a raíz de esa foto: hay que abatir cuantas más piezas mejor del partido contrario.

                                        Andamos en nuestra España del alma sobrados de cazadores de toda ralea. Están, por ejemplo, los supuestos periodistas que, después de horas de intenso rastreo, disparan a bocajarro sus perdigonadas a la intimidad de famosos y famosillos, para ver si cobran la pieza. Y como también se llama “cazar” a adquirir o conseguir con destreza alguna cosa difícil, ahí están quienes van consiguiendo adquirir bienes –inmuebles y de los otros- con una destreza digna de mejor causa; sobre todo porque han dejado el bosque lleno de escombros. Y no pienso dejar de lado que “cazar” es, también, captarse la voluntad de alguien con halagos o engaños. Cazadores de voluntades, manipulando indecentemente señuelos. Es el pan de todos los días. A la busca y captura de la víctima de turno, agazapados y con el trabuco a punto.

                                        Hay una cosa más que me inquieta: ¿No seremos todos nosotros, en alguna medida, cazadores y presas al mismo tiempo? ¿Estaremos vigilando a otros para abatirles con los balines de la murmuración, para poder luego presumir ante otros expertos cazadores? De los cazadores etarras no quiero decir nada: no por cobardía, sino por asco. Más asco que esa carnicería de venados.

                                        Aguardo el día cuando se cumpla de manera definitiva aquella profecía de Jeremías: “El mal cazará al hombre injusto para derribarle”. Amén.


                                        7/2/09

                                        Dios coexiste


                                        Cuando le comenté a mi esposa que iba a entrar en el debate de los autobuses ateos, y la batalla que algunos han comenzado a librar contra ellos con las mismas armas, me advirtió: “Cuidado no te atropellen”. Corro el riesgo.

                                        No acabo de entender que haya ateos que necesitan usar los medios publicitarios para que se sepa que lo son. Ni menos todavía el que haya cristianos que crean que la mejor manera de confesar su fe sea utilizar la misma táctica. Principalmente, porque para los cristianos la cuestión no radica en si Dios existe o no. Lo que el Evangelio nos enseña es que Dios coexiste. Es decir, sabemos de su existencia porque hemos creído que Jesús es su Hijo, que Dios asumió en él la naturaleza humana. El Dios invisible se hizo visible en la persona de Jesús. Para los cristianos, Jesús de Nazaret es el verdadero Dios y la vida eterna, para decirlo con palabras del apóstol Juan.

                                        Si sabemos de la historia del pueblo de Israel y del Dios del Sinaí es porque esa historia ha cobrado su verdadero sentido con la venida del Hijo de Dios. De otro modo –es decir, sin lo que conocemos como Nuevo Testamento-, nada sabríamos de ese pueblo y de las voces de sus profetas anunciando el nacimiento del Mesías Salvador de su pueblo y de todos los pueblos de la tierra.

                                        Por esa razón, me parece que al andar colocando carteles confesando que Dios existe, me parece que se está cayendo en la trampa de trivializar el tema. Lo que nos enseña la Biblia es que somos los cristianos quienes debemos ser esos “carteles” –o “cartas”, por usar una expresión del apóstol Juan- que proclaman la existencia de Dios en las vidas de seres humanos. El Espíritu de Dios, Dios mismo, vive en las vidas de quienes se le han entregado. Y eso, o es visible o no es verdad.

                                        Eso que dicen los ateos de los autobuses –porque hay otros a quienes seguramente les gusta bien poco esa iniciativa- de que, ya que Dios no existe, el ser humano no debe tener miedo y debe vivir alegremente, es bastante malicioso. ¿De dónde deducen esos ateos que los cristianos tenemos miedo? ¿En qué siglo viven? Ya sé que viven en un tiempo cuando se puede comprar espacio publicitario, pero vuelvo a preguntar: ¿En qué siglo viven? Y eso de vivir alegremente porque Dios no existe, es casi insultante. ¿Están diciendo que ya que Dios no existe, todo va de maravilla, y que somos nosotros quienes sabremos devolverle a este mundo cuanto le estamos robando? Sólo viviendo de espaldas a la realidad de cada mañana se puede decir una barbaridad tan descomunal.

                                        ¡Adelante, ateos y ateas! Sigan con su campaña. Dios sigue siendo quien es desde siempre, y aquel que nos los ha presentado como el Padre que nos ama, llevará adelante sus planes salvadores de este mundo que todos, tanto ateos como creyentes, hemos convertido en lo que es.

                                        No se trata de si Dios existe o no. Lo esperanzador es que Dios coexiste a nuestro lado. Sí, también cerca de quienes compran publicidad en los autobuses.


                                        2/2/09

                                        Yo, el apóstata


                                        Levantó la mirada del fajo de papeles esparcidos sobre su mesa de funcionario, nos miró casi severamente y nos dijo: “Tienen ustedes que firmar un documento de apostasía”. 
                                         
                                        Llevábamos meses intentando conseguir que nos casaran por lo civil. Luego, nosotros celebraríamos nuestro enlace en la congregación evangélica a la que ambos asistíamos y donde nos habíamos conocido. Han pasado ya cuarenta y siete años, y ni mi esposa ni yo hemos olvidado la dureza de aquel rostro y aquellas palabras. Firmamos aquel documento y nos convertimos en apóstatas por la gracia del catolicismo romano, que no de Dios.
                                         
                                        He recordado ese momento, duro y triste en su momento, leyendo sobre las dificultades que esa iglesia sigue poniendo a los que hoy quieren apostatar de su fe. Personas, como nosotros, a las que se cristianizó –mejor, se catolizó- de recién nacidos. A la España “será católica o no será” le sigue costando asumir el derecho de elegir libremente ser contado o no entre los millones de españoles católicos. Quieren que se les reconozca oficialmente como apóstatas. Los unos, porque han decidido no seguir creyendo en la religión que profesaron sus padres –es un decir- y los otros porque entienden que lo religioso les ha venido a ser un lastre en el desarrollo de su personalidad. Intentan ser coherentes, me parece a mí.
                                         
                                        Sea como sea, les está costando salir del redil. Ahora ya no es necesario apostatar para poder casarse civilmente, pero algunos sienten la necesidad de decidir dónde y con quiénes quieren estar. Es una actitud respetable.
                                         
                                        En cuanto a mí, y a mi esposa, es significativo que se nos obligara a apostatar de la fe precisamente cuando, por la lectura de la Biblia, habíamos comenzado a entender lo que significa la fe en Jesús de Nazaret y la pertenencia a la sola y única Iglesia. En nuestra infancia y adolescencia ambos habíamos intentado ser buenos católicos, y ambos habíamos dejado de practicar como tales incluso antes de entrar por vez primera en aquella iglesia evangélica.
                                         
                                        No apostatamos de la fe, sino de la manera de entender la fe del romanismo de aquellos años. Ahora, rememorando el recuerdo bastante doloroso de aquel momento, por la carga emocional que convocaba para nosotros la palabra “apóstata”, compruebo lo que he aprendido en el Evangelio: la fe es una cuestión de decisión personal. Nadie debiera ser considerado cristiano si no ha asumido libremente la decisión de seguir a Jesús como Maestro y Señor.
                                         
                                        Me gustaría que quienes ahora apelan a su derecho a ser apóstatas, tuvieran la honestidad y la osadía de diferenciar entre el Jesús que dice de sí mismo que es la Verdad y aquellas instituciones que se erigen en detentadoras de la verdad. ¿De qué o de quiénes hay que apostatar?
                                         
                                        Lo pregunto yo, que hace cuarenta y siete años tuve que firmar un documento que me declaraba oficialmente apóstata.


                                         

                                        22/1/09

                                        El juego de la muerte


                                        No me refiero a ninguno de esos horribles juegos en los que se aprende a matar virtualmente, y que salen tan caros… en todos los sentidos. Mi reflexión gira en torno a esa búsqueda del peligro por el peligro, a ese juego a menudo mortal al que parecen estar abonados tantos de nuestros conciudadanos. ¿A qué viene, si no, seguir bebiendo más allá de los límites recomendables para conducir? ¿A qué, si no, superar los límites de velocidad a extremos que superan la imprudencia? ¿A qué, si no, seguir enganchados al alcohol, al tabaco, a las drogas y a tantas sustancias que está probado que son nocivas para la salud, aun sabiendo lo asesinas que todas ellas pueden ser? ¿Se busca la muerte? ¿Se juega con ella?

                                        ¿De dónde surge esa obsesión por ese juego? Según he leído en algún lugar, lo que contribuye enormemente a este síntoma, que apunta a algo más profundo, es la pérdida de cultura y de perspectivas personales. ¿No nos gusta la vida? O, dicho de otra manera, ¿no sabemos sacarle el gusto a la vida? No es sencillo entender lo que sucede en los entresijos de cada ser humano, pero sí podemos percibir, porque está delante de nuestros ojos, que lo que hoy denominamos pomposamente “cultura” está vaciada de contenidos espirituales, ahíta de un materialismo insultante y despreciable.

                                        Falta de perspectivas personales, se argumenta. Es la cuestión que llevamos en nuestra alma a manera de mochila demasiado pesada para seguir caminando. ¿Quién soy? ¿Vale la pena ser quien soy? ¿Qué sentido tiene mi vida si en cualquier momento se acaba? Preguntarse estas cosas, con el acento de cada situación personal, puede ser positivo. Valorar la vida es echarle valor a la vida. Y es muy valiosa: la de cada cual. Además, cuando alguien pierde la partida, otros pierden con él; y no hay derecho. Pueden ser los ocupantes del automóvil que hemos embestido, o la familia literalmente agotada de luchar contra la adicción de la persona amada, o la violencia desatada contra cualquier ser más indefenso. Puede ser cualquier cosa, siempre terrible.

                                        No se debe jugar con la muerte propia, porque nos afecta a todos, porque la vida de cada cual es, también, patrimonio de todos. La muerte no puede ser un juego, porque los juegos están para divertirnos y reírnos, y la muerte es un asunto serio y triste. Jugar con la muerte suele ser mortal; y más allá de declaraciones como “Yo no le tengo miedo a la muerte” o “La muerte no es más que una parte de la vida”, ¿de veras es posible dejar de amar la vida, aunque pueda estar trufada de sinsabores e incomprensiones?

                                        Observar a los pequeños disfrutar con los regalos que reciben debiera ser un buen aliciente para seguir valorando el regalo de la vida. Por algo se dice que de los niños es el Reino de los Cielos. Y ese Reino de los Cielos, entendido como Jesús de Nazaret lo describía, es también el Reino de la Vida.


                                        13/1/09

                                        Más abuelito que nunca


                                        Necesito creer que todavía hay entre nosotros personas que siguen creyendo que los ancianos son pilares de fortaleza y ejemplo para los demás. En algunas culturas, no cabe duda; en las nuestras, no está claro. Por ejemplo, los aborígenes australianos que viven casi todo el tiempo en el desierto tienen bien asumido que las personas se vuelven más sabias a medida que envejecen y se les valora por su aportación a las conversaciones. A nosotros, que no vivimos en el desierto, se nos hace más cuesta arriba adquirir esa sabiduría; y no es cosa de cambiar ahora de habitáculo. Aquí, las conversaciones no cuentan mucho con las personas mayores, porque giran en torno a los problemas de mañana, que sólo serán capaces de resolver los jóvenes de hoy.

                                        Estos argumentos hace tiempo que superaron su fecha de caducidad. ¿De veras sostienen muchos jóvenes la falacia de que serán los responsables de resolver los problemas del futuro? A mí me parece que bastante tienen con resolver los de su presente, que es también el nuestro. ¿Y de veras creen todavía algunos de ellos que la superación de las dificultades que enfrenta un ser humano en una sociedad como la nuestra las han de superar ellos solos, o nosotros solos?

                                        Ya sé, ya sé que muchos de mi generación tenemos bien poco que aportar a las conversaciones de hoy, quizá porque no supimos aprender a envejecer; pero también sé que muchos jóvenes mantienen hoy una especie de charla virtual que no sé si debiera reconocerse como conversación. No sólo por la pobreza del lenguaje que emplean para eso que llaman “comunicarse”, sino por la pobreza de ideas que manejan. También a muchos mayores nos pasa lo mismo. Nosotros, esos a quienes se nos quiere instalar en un ayer ficticio, porque en el ayer real estuvimos muy ocupados en intentar un hoy más justo y equilibrado. Los más jóvenes, tal vez porque ese hoy que les procuramos les ha instalado en la comodidad y en la desesperanza a la vez. No quieren pensar demasiado; si acaso, en aquellas cosas que les resulten útiles y satisfactorias para ir navegando hacia ese futuro. Y unos y otros, ¿nos habremos dado cuenta ya de que viajamos en el mismo barco?

                                        Pelearé con las fuerzas que me quedan para deshacer el engaño de que cada generación debe vivir su tiempo, y punto. Porque mi tiempo, y el tiempo de mis hijos y el tiempo de mis nietos es el mismo tiempo. No tenemos otro: el pasado ya no está, el futuro no sabemos qué es exactamente. Tenemos el hoy, y hoy tenemos los mayores, los jubilados, los pensionistas, los abuelos, que aportar más de lo que nos piden, porque nos piden poco. Es como si nos estuvieran diciendo que la experiencia de haber estudiado en las universidades es más válida para la vida que la adquirida en las jornadas de doce horas en las fábricas y los talleres de la posguerra. Tenemos que seguir dispuestos a gastar nuestras vidas por ellos, no ya para que coman y vistan mejor, y vayan a las universidades que nosotros vimos muy de lejos, sino porque sin nosotros son menos ellos mismos.

                                        Claro que habrá que ganarse el sitio a pulso. Todo es posible si me tomo la vida todo lo en serio que debo. No es una declaración de guerra, sino de paz: de entendimiento entre personas de distintas edades que nos necesitamos.

                                        Todos hemos salido ganando cuando las mujeres, después de tantos siglos, han ido asumiendo el papel que les correspondía y no el que absurdamente se les había asignado. Me alegro, porque las abuelas tienen mucho que aportar. ¿Os imagináis qué podría pasar si hiciéramos frente a la vida cogidos de la mano esas personas que dicen que somos los mayores y esas otras que dicen que son los jóvenes? Yo también tengo sueños, son sueños de un abuelo que se siente hoy más abuelo que nunca, y no es porque ha terminado un año, sino porque empieza uno nuevo… y está la casa por barrer.


                                        5/1/09

                                        La parábola de Antón y su barca


                                        Los esfuerzos humanos pudieran ser a veces semejantes a los de aquel pescador llamado Antón, que aquella mañana abrió el ventanuco de su dormitorio y le dijo a su esposa:

                                        --Concha. Hace un día estupendo. El mar está esperándome. Hoy llenaré la barca.

                                        Cuando Antón salió de la casa rumbo al embarcadero, llevaba en su bolsa la comida que su esposa le había preparado, porque el día iba a ser largo y aprovechable. Iba tarareando su canción favorita, aprendida en sus años de pescador de altura, cuando incluso viajaba al Gran Norte. En el embarcadero no había ningún colega preparándose para salir a mar, pero a él no le sorprendió: la mayoría de los pescadores faenaban de noche, en busca de la sardina y otros peces de la misma familia.

                                        En el momento de acercarse a su barca, supo que las cosas no iban a ir como había previsto. Estaba llena de agua. Sin perder ni un instante, se metió en ella, agarró el cubo que usaba para regar la pesca de cada día y comenzó a achicar, con el brío que le era reconocido por todos en el pueblo: precisamente, le llamaban Antón por su corpulencia y fuerza. Pero el nivel del agua no bajaba tan aprisa como él pretendía, y si se detenía un momento para tomar aire, volvía a subir rápidamente.

                                        Llevaba ya un buen rato cuando vio que, a lo lejos, se acercaba Toñín. Tenía el mismo nombre que Antón, pero era tan pequeño y esmirriado que todos le llamaban así; eso sí, todo lo cariñosamente de que eran capaces los curtidos hombres del mar. Cuando lo tuvo junto a la barca, observándole en su ardua tarea, le dijo:

                                        --Toñín, por favor. ¡Toma un cubo y ayúdame a achicar el agua! ¡He de salir a pescar! ¡Le he prometido a Concha llevarle hoy mucho pescado! Ya ves qué día tan estupendo hace.

                                        Pero Toñín ni se movió. Y le dijo:

                                        --Sé que hace un buen día, y me parece muy bien que le hayas prometido a Concha que vas a llenar la casa de pescado.

                                        --¿Entonces…?

                                        --Entonces, nada –le dijo-. No pienso saltar a tu barca para acabar con las pocas fuerzas que me quedan.

                                        --Pues, ¡vaya amigo! –y Antón iba hablando y tomando resuello. Ya no podía más- ¿Por qué no quieres ayudarme?

                                        --Porque no va a valer para nada si primero no sacas tu barca del agua, tapas la grieta que debe haberse abierto en el casco y lo calafateas de nuevo. Así de sencillo, Antón, que eres tan bruto como grandullón.

                                        Así les suele suceder a quienes, en lugar de ponerse manos a la obra para resolver la causa de sus problemas, gastan sus fuerzas en intentar achicarlos. Actúan como si quisieran creer, y convencernos a los demás, que así se resuelven las cosas. Las aguas que a veces pueden inundar la vida y hundirnos en la depresión, son sólo un síntoma de algún problema serio que hay que descubrir a tiempo. Porque, si no, es imposible salir a la mar, ¡ni a pescar ni a pasear!


                                        2/1/09

                                        Un regalo es un regalo


                                        “Un regalo no obliga a nada. Se da sin condiciones.” Me parece una frase exacta. Si regalas alguna cosa a una persona obligándola a responder a tu regalo, entonces ya no es un regalo: es, como mucho, un trueque.

                                        Como en estas fiestas nos agrada regalar y que nos regalen, es una buena oportunidad para reflexionar si nuestras motivaciones son correctas o no. Por ejemplo, cuando le dices a un niño que le regalas lo que estaba esperando y añades que lo haces para que estudie más, ¿puede él entender que es un regalo? Un premio, tal vez; pero un regalo… Menos incluso, supongo, si lo que regalamos es lo que nosotros pensamos que debe tener esa persona, y no lo que a esa persona le gustaría tener. ¿Quién o qué nos influye a la hora de regalar?

                                        Bastantes sociólogos nos vienen alertando de la malsana costumbre de querer comprar el aprecio de los demás con algún regalo, y, claro, suele imponerse el criterio de que cuanto más costoso es el regalo más merecemos el reconocimiento. Todos sabemos que las cosas no son como las cuentan los medios, porque hemos experimentado que una palabra oportuna o un abrazo han constituido por sí mismos el mejor de los regalos que se nos podía hacer.

                                        Dicen quienes pueden y saben hacerlo que los regalos son ofrecidos a veces como sustitutos de nosotros mismos. ¿Qué se busca cuando se les compra a los niños los últimos y costosos juguetes, aun sabiendo que a los pocos días no les harán caso alguno?
                                        ¿Quién no ha observado a uno de ellos divirtiéndose con la caja y el papel de envoltorio?
                                        Los niños quieren jugar con nosotros, y los que no queremos perdernos las ilusiones de la vida, también. Los regalos que debemos hacernos son de poco coste pero muy valiosos. Y lo sabemos.

                                        Dios nos ha enseñado cómo hacerlo. La religión tiene mucho de trueque: Dios me da, yo le doy; yo le doy, Dios me da, y así… Pero Dios nos ha dado a su Hijo sin pedir nada a cambio: sólo que aceptemos el regalo, porque con él nos está diciendo cuánto nos ama. Si se me permite decirlo, el Señor quiere que juguemos con Él al Juego del Amor genuino, el único que puede de veras colmar los anhelos más íntimos de nuestro corazón. Si Dios no es capaz de ganarnos con su amor, ya no tiene otro regalo mejor que ofrecernos. Por eso, aunque Dios no nos pida nada, sería hermoso que nos acercáramos al Niño que ha nacido para ofrecerle lo mejor de nosotros mismos. Para eso no hace falta ser un rey mago, basta con ser consecuente con uno mismo.