22/1/09

El juego de la muerte


No me refiero a ninguno de esos horribles juegos en los que se aprende a matar virtualmente, y que salen tan caros… en todos los sentidos. Mi reflexión gira en torno a esa búsqueda del peligro por el peligro, a ese juego a menudo mortal al que parecen estar abonados tantos de nuestros conciudadanos. ¿A qué viene, si no, seguir bebiendo más allá de los límites recomendables para conducir? ¿A qué, si no, superar los límites de velocidad a extremos que superan la imprudencia? ¿A qué, si no, seguir enganchados al alcohol, al tabaco, a las drogas y a tantas sustancias que está probado que son nocivas para la salud, aun sabiendo lo asesinas que todas ellas pueden ser? ¿Se busca la muerte? ¿Se juega con ella?

¿De dónde surge esa obsesión por ese juego? Según he leído en algún lugar, lo que contribuye enormemente a este síntoma, que apunta a algo más profundo, es la pérdida de cultura y de perspectivas personales. ¿No nos gusta la vida? O, dicho de otra manera, ¿no sabemos sacarle el gusto a la vida? No es sencillo entender lo que sucede en los entresijos de cada ser humano, pero sí podemos percibir, porque está delante de nuestros ojos, que lo que hoy denominamos pomposamente “cultura” está vaciada de contenidos espirituales, ahíta de un materialismo insultante y despreciable.

Falta de perspectivas personales, se argumenta. Es la cuestión que llevamos en nuestra alma a manera de mochila demasiado pesada para seguir caminando. ¿Quién soy? ¿Vale la pena ser quien soy? ¿Qué sentido tiene mi vida si en cualquier momento se acaba? Preguntarse estas cosas, con el acento de cada situación personal, puede ser positivo. Valorar la vida es echarle valor a la vida. Y es muy valiosa: la de cada cual. Además, cuando alguien pierde la partida, otros pierden con él; y no hay derecho. Pueden ser los ocupantes del automóvil que hemos embestido, o la familia literalmente agotada de luchar contra la adicción de la persona amada, o la violencia desatada contra cualquier ser más indefenso. Puede ser cualquier cosa, siempre terrible.

No se debe jugar con la muerte propia, porque nos afecta a todos, porque la vida de cada cual es, también, patrimonio de todos. La muerte no puede ser un juego, porque los juegos están para divertirnos y reírnos, y la muerte es un asunto serio y triste. Jugar con la muerte suele ser mortal; y más allá de declaraciones como “Yo no le tengo miedo a la muerte” o “La muerte no es más que una parte de la vida”, ¿de veras es posible dejar de amar la vida, aunque pueda estar trufada de sinsabores e incomprensiones?

Observar a los pequeños disfrutar con los regalos que reciben debiera ser un buen aliciente para seguir valorando el regalo de la vida. Por algo se dice que de los niños es el Reino de los Cielos. Y ese Reino de los Cielos, entendido como Jesús de Nazaret lo describía, es también el Reino de la Vida.


13/1/09

Más abuelito que nunca


Necesito creer que todavía hay entre nosotros personas que siguen creyendo que los ancianos son pilares de fortaleza y ejemplo para los demás. En algunas culturas, no cabe duda; en las nuestras, no está claro. Por ejemplo, los aborígenes australianos que viven casi todo el tiempo en el desierto tienen bien asumido que las personas se vuelven más sabias a medida que envejecen y se les valora por su aportación a las conversaciones. A nosotros, que no vivimos en el desierto, se nos hace más cuesta arriba adquirir esa sabiduría; y no es cosa de cambiar ahora de habitáculo. Aquí, las conversaciones no cuentan mucho con las personas mayores, porque giran en torno a los problemas de mañana, que sólo serán capaces de resolver los jóvenes de hoy.

Estos argumentos hace tiempo que superaron su fecha de caducidad. ¿De veras sostienen muchos jóvenes la falacia de que serán los responsables de resolver los problemas del futuro? A mí me parece que bastante tienen con resolver los de su presente, que es también el nuestro. ¿Y de veras creen todavía algunos de ellos que la superación de las dificultades que enfrenta un ser humano en una sociedad como la nuestra las han de superar ellos solos, o nosotros solos?

Ya sé, ya sé que muchos de mi generación tenemos bien poco que aportar a las conversaciones de hoy, quizá porque no supimos aprender a envejecer; pero también sé que muchos jóvenes mantienen hoy una especie de charla virtual que no sé si debiera reconocerse como conversación. No sólo por la pobreza del lenguaje que emplean para eso que llaman “comunicarse”, sino por la pobreza de ideas que manejan. También a muchos mayores nos pasa lo mismo. Nosotros, esos a quienes se nos quiere instalar en un ayer ficticio, porque en el ayer real estuvimos muy ocupados en intentar un hoy más justo y equilibrado. Los más jóvenes, tal vez porque ese hoy que les procuramos les ha instalado en la comodidad y en la desesperanza a la vez. No quieren pensar demasiado; si acaso, en aquellas cosas que les resulten útiles y satisfactorias para ir navegando hacia ese futuro. Y unos y otros, ¿nos habremos dado cuenta ya de que viajamos en el mismo barco?

Pelearé con las fuerzas que me quedan para deshacer el engaño de que cada generación debe vivir su tiempo, y punto. Porque mi tiempo, y el tiempo de mis hijos y el tiempo de mis nietos es el mismo tiempo. No tenemos otro: el pasado ya no está, el futuro no sabemos qué es exactamente. Tenemos el hoy, y hoy tenemos los mayores, los jubilados, los pensionistas, los abuelos, que aportar más de lo que nos piden, porque nos piden poco. Es como si nos estuvieran diciendo que la experiencia de haber estudiado en las universidades es más válida para la vida que la adquirida en las jornadas de doce horas en las fábricas y los talleres de la posguerra. Tenemos que seguir dispuestos a gastar nuestras vidas por ellos, no ya para que coman y vistan mejor, y vayan a las universidades que nosotros vimos muy de lejos, sino porque sin nosotros son menos ellos mismos.

Claro que habrá que ganarse el sitio a pulso. Todo es posible si me tomo la vida todo lo en serio que debo. No es una declaración de guerra, sino de paz: de entendimiento entre personas de distintas edades que nos necesitamos.

Todos hemos salido ganando cuando las mujeres, después de tantos siglos, han ido asumiendo el papel que les correspondía y no el que absurdamente se les había asignado. Me alegro, porque las abuelas tienen mucho que aportar. ¿Os imagináis qué podría pasar si hiciéramos frente a la vida cogidos de la mano esas personas que dicen que somos los mayores y esas otras que dicen que son los jóvenes? Yo también tengo sueños, son sueños de un abuelo que se siente hoy más abuelo que nunca, y no es porque ha terminado un año, sino porque empieza uno nuevo… y está la casa por barrer.


5/1/09

La parábola de Antón y su barca


Los esfuerzos humanos pudieran ser a veces semejantes a los de aquel pescador llamado Antón, que aquella mañana abrió el ventanuco de su dormitorio y le dijo a su esposa:

--Concha. Hace un día estupendo. El mar está esperándome. Hoy llenaré la barca.

Cuando Antón salió de la casa rumbo al embarcadero, llevaba en su bolsa la comida que su esposa le había preparado, porque el día iba a ser largo y aprovechable. Iba tarareando su canción favorita, aprendida en sus años de pescador de altura, cuando incluso viajaba al Gran Norte. En el embarcadero no había ningún colega preparándose para salir a mar, pero a él no le sorprendió: la mayoría de los pescadores faenaban de noche, en busca de la sardina y otros peces de la misma familia.

En el momento de acercarse a su barca, supo que las cosas no iban a ir como había previsto. Estaba llena de agua. Sin perder ni un instante, se metió en ella, agarró el cubo que usaba para regar la pesca de cada día y comenzó a achicar, con el brío que le era reconocido por todos en el pueblo: precisamente, le llamaban Antón por su corpulencia y fuerza. Pero el nivel del agua no bajaba tan aprisa como él pretendía, y si se detenía un momento para tomar aire, volvía a subir rápidamente.

Llevaba ya un buen rato cuando vio que, a lo lejos, se acercaba Toñín. Tenía el mismo nombre que Antón, pero era tan pequeño y esmirriado que todos le llamaban así; eso sí, todo lo cariñosamente de que eran capaces los curtidos hombres del mar. Cuando lo tuvo junto a la barca, observándole en su ardua tarea, le dijo:

--Toñín, por favor. ¡Toma un cubo y ayúdame a achicar el agua! ¡He de salir a pescar! ¡Le he prometido a Concha llevarle hoy mucho pescado! Ya ves qué día tan estupendo hace.

Pero Toñín ni se movió. Y le dijo:

--Sé que hace un buen día, y me parece muy bien que le hayas prometido a Concha que vas a llenar la casa de pescado.

--¿Entonces…?

--Entonces, nada –le dijo-. No pienso saltar a tu barca para acabar con las pocas fuerzas que me quedan.

--Pues, ¡vaya amigo! –y Antón iba hablando y tomando resuello. Ya no podía más- ¿Por qué no quieres ayudarme?

--Porque no va a valer para nada si primero no sacas tu barca del agua, tapas la grieta que debe haberse abierto en el casco y lo calafateas de nuevo. Así de sencillo, Antón, que eres tan bruto como grandullón.

Así les suele suceder a quienes, en lugar de ponerse manos a la obra para resolver la causa de sus problemas, gastan sus fuerzas en intentar achicarlos. Actúan como si quisieran creer, y convencernos a los demás, que así se resuelven las cosas. Las aguas que a veces pueden inundar la vida y hundirnos en la depresión, son sólo un síntoma de algún problema serio que hay que descubrir a tiempo. Porque, si no, es imposible salir a la mar, ¡ni a pescar ni a pasear!


2/1/09

Un regalo es un regalo


“Un regalo no obliga a nada. Se da sin condiciones.” Me parece una frase exacta. Si regalas alguna cosa a una persona obligándola a responder a tu regalo, entonces ya no es un regalo: es, como mucho, un trueque.

Como en estas fiestas nos agrada regalar y que nos regalen, es una buena oportunidad para reflexionar si nuestras motivaciones son correctas o no. Por ejemplo, cuando le dices a un niño que le regalas lo que estaba esperando y añades que lo haces para que estudie más, ¿puede él entender que es un regalo? Un premio, tal vez; pero un regalo… Menos incluso, supongo, si lo que regalamos es lo que nosotros pensamos que debe tener esa persona, y no lo que a esa persona le gustaría tener. ¿Quién o qué nos influye a la hora de regalar?

Bastantes sociólogos nos vienen alertando de la malsana costumbre de querer comprar el aprecio de los demás con algún regalo, y, claro, suele imponerse el criterio de que cuanto más costoso es el regalo más merecemos el reconocimiento. Todos sabemos que las cosas no son como las cuentan los medios, porque hemos experimentado que una palabra oportuna o un abrazo han constituido por sí mismos el mejor de los regalos que se nos podía hacer.

Dicen quienes pueden y saben hacerlo que los regalos son ofrecidos a veces como sustitutos de nosotros mismos. ¿Qué se busca cuando se les compra a los niños los últimos y costosos juguetes, aun sabiendo que a los pocos días no les harán caso alguno?
¿Quién no ha observado a uno de ellos divirtiéndose con la caja y el papel de envoltorio?
Los niños quieren jugar con nosotros, y los que no queremos perdernos las ilusiones de la vida, también. Los regalos que debemos hacernos son de poco coste pero muy valiosos. Y lo sabemos.

Dios nos ha enseñado cómo hacerlo. La religión tiene mucho de trueque: Dios me da, yo le doy; yo le doy, Dios me da, y así… Pero Dios nos ha dado a su Hijo sin pedir nada a cambio: sólo que aceptemos el regalo, porque con él nos está diciendo cuánto nos ama. Si se me permite decirlo, el Señor quiere que juguemos con Él al Juego del Amor genuino, el único que puede de veras colmar los anhelos más íntimos de nuestro corazón. Si Dios no es capaz de ganarnos con su amor, ya no tiene otro regalo mejor que ofrecernos. Por eso, aunque Dios no nos pida nada, sería hermoso que nos acercáramos al Niño que ha nacido para ofrecerle lo mejor de nosotros mismos. Para eso no hace falta ser un rey mago, basta con ser consecuente con uno mismo.