No me refiero a ninguno de esos horribles juegos en los que se aprende a matar virtualmente, y que salen tan caros… en todos los sentidos. Mi reflexión gira en torno a esa búsqueda del peligro por el peligro, a ese juego a menudo mortal al que parecen estar abonados tantos de nuestros conciudadanos. ¿A qué viene, si no, seguir bebiendo más allá de los límites recomendables para conducir? ¿A qué, si no, superar los límites de velocidad a extremos que superan la imprudencia? ¿A qué, si no, seguir enganchados al alcohol, al tabaco, a las drogas y a tantas sustancias que está probado que son nocivas para la salud, aun sabiendo lo asesinas que todas ellas pueden ser? ¿Se busca la muerte? ¿Se juega con ella?
¿De dónde surge esa obsesión por ese juego? Según he leído en algún lugar, lo que contribuye enormemente a este síntoma, que apunta a algo más profundo, es la pérdida de cultura y de perspectivas personales. ¿No nos gusta la vida? O, dicho de otra manera, ¿no sabemos sacarle el gusto a la vida? No es sencillo entender lo que sucede en los entresijos de cada ser humano, pero sí podemos percibir, porque está delante de nuestros ojos, que lo que hoy denominamos pomposamente “cultura” está vaciada de contenidos espirituales, ahíta de un materialismo insultante y despreciable.
Falta de perspectivas personales, se argumenta. Es la cuestión que llevamos en nuestra alma a manera de mochila demasiado pesada para seguir caminando. ¿Quién soy? ¿Vale la pena ser quien soy? ¿Qué sentido tiene mi vida si en cualquier momento se acaba? Preguntarse estas cosas, con el acento de cada situación personal, puede ser positivo. Valorar la vida es echarle valor a la vida. Y es muy valiosa: la de cada cual. Además, cuando alguien pierde la partida, otros pierden con él; y no hay derecho. Pueden ser los ocupantes del automóvil que hemos embestido, o la familia literalmente agotada de luchar contra la adicción de la persona amada, o la violencia desatada contra cualquier ser más indefenso. Puede ser cualquier cosa, siempre terrible.
No se debe jugar con la muerte propia, porque nos afecta a todos, porque la vida de cada cual es, también, patrimonio de todos. La muerte no puede ser un juego, porque los juegos están para divertirnos y reírnos, y la muerte es un asunto serio y triste. Jugar con la muerte suele ser mortal; y más allá de declaraciones como “Yo no le tengo miedo a la muerte” o “La muerte no es más que una parte de la vida”, ¿de veras es posible dejar de amar la vida, aunque pueda estar trufada de sinsabores e incomprensiones?
Observar a los pequeños disfrutar con los regalos que reciben debiera ser un buen aliciente para seguir valorando el regalo de la vida. Por algo se dice que de los niños es el Reino de los Cielos. Y ese Reino de los Cielos, entendido como Jesús de Nazaret lo describía, es también el Reino de la Vida.
¿De dónde surge esa obsesión por ese juego? Según he leído en algún lugar, lo que contribuye enormemente a este síntoma, que apunta a algo más profundo, es la pérdida de cultura y de perspectivas personales. ¿No nos gusta la vida? O, dicho de otra manera, ¿no sabemos sacarle el gusto a la vida? No es sencillo entender lo que sucede en los entresijos de cada ser humano, pero sí podemos percibir, porque está delante de nuestros ojos, que lo que hoy denominamos pomposamente “cultura” está vaciada de contenidos espirituales, ahíta de un materialismo insultante y despreciable.
Falta de perspectivas personales, se argumenta. Es la cuestión que llevamos en nuestra alma a manera de mochila demasiado pesada para seguir caminando. ¿Quién soy? ¿Vale la pena ser quien soy? ¿Qué sentido tiene mi vida si en cualquier momento se acaba? Preguntarse estas cosas, con el acento de cada situación personal, puede ser positivo. Valorar la vida es echarle valor a la vida. Y es muy valiosa: la de cada cual. Además, cuando alguien pierde la partida, otros pierden con él; y no hay derecho. Pueden ser los ocupantes del automóvil que hemos embestido, o la familia literalmente agotada de luchar contra la adicción de la persona amada, o la violencia desatada contra cualquier ser más indefenso. Puede ser cualquier cosa, siempre terrible.
No se debe jugar con la muerte propia, porque nos afecta a todos, porque la vida de cada cual es, también, patrimonio de todos. La muerte no puede ser un juego, porque los juegos están para divertirnos y reírnos, y la muerte es un asunto serio y triste. Jugar con la muerte suele ser mortal; y más allá de declaraciones como “Yo no le tengo miedo a la muerte” o “La muerte no es más que una parte de la vida”, ¿de veras es posible dejar de amar la vida, aunque pueda estar trufada de sinsabores e incomprensiones?
Observar a los pequeños disfrutar con los regalos que reciben debiera ser un buen aliciente para seguir valorando el regalo de la vida. Por algo se dice que de los niños es el Reino de los Cielos. Y ese Reino de los Cielos, entendido como Jesús de Nazaret lo describía, es también el Reino de la Vida.