29/12/08

Un ángel llamado Genoveva


Tendría yo poco más de tres años, pero no he olvidado lo que sucedió aquella noche. Como tantas otras veces, las sirenas nos habían alertado de que se acercaban de nuevo los bombarderos. Mi madre, diminuta ella, me envolvió en aquel gran mantón de lana y salimos corriendo escaleras abajo hacia el refugio que habían habilitado en una de las esquinas de nuestra calle. Seguramente, ya habíamos superado la segunda planta cuando los pies de mi madre se trabaron con el mantón y comenzamos a caer por aquella empinadísima escalera. ¡Parece que sucedió anoche! De repente, quedamos frenados, y oímos la voz de aquel ángel llamado Genoveva, que nos acababa de detener con su cuerpo. No la habíamos visto, pero estaba allí en el momento exacto en que la necesitábamos, y con aquella complexión física suficiente para salvarnos. Si aquella entrañable vecina del 2º 1ª hubiera sido como mi madre, la habríamos arrastrado en nuestra caída.

La recuerdo como una mujer buena, que solía regañarme cuando le parecía que estaba haciendo algo que no era correcto, y que seguramente no lo era. “No bajes las escaleras a saltos, que un día te vas a matar”, me dijo durante bastantes años. Aquella noche de los bombardeos, mi madre y yo sobrevivimos a esa “guerra de los miedos” gracias a ella.

Ahora no le hemos de tener miedo a las sirenas que ululan por las noches para que nos refugiemos bajo tierra; y me alegro de que sea así, como todos los abuelitos y abuelitas que experimentamos esos y otros daños colaterales de la guerra. Pero me quedan algunas imágenes sugerentes de aquella experiencia: la más destacada, que aquel ángel estuviera allí en aquel momento.

¡Qué bueno que, cuando haya que ir por la vida demasiado deprisa y esté demasiado oscuro, podamos contar con que alguien esté lo suficientemente cerca para detenernos! ¿Sabéis una cosa? Me gustaría ser un ángel como Genoveva, aunque las bombas de hoy sean otras bombas y los refugios otros refugios.


26/12/08

Paz en la tierra… ¿para quiénes?


Durante muchos años estuve entendiendo el mensaje angélico a los pastores, en aquella noche de la primera Navidad, del siguiente modo: “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Más recientemente, he ido comprobando que el texto del Evangelio de Lucas no dice exactamente eso; y es que, si nos acercamos a la Biblia con ideas a priori, cabe que caigamos en errores como éste, que son algo más que gramaticales.

El texto, escrito originalmente en griego y que recoge el testimonio de los que vivieron esos momentos en primera persona y que fue transmitido oralmente a las comunidades cristianas desde el principio, debiera leerse mejor: “Y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres”, o incluso: “para los que gozan de su buena voluntad”, o también: “paz entre los hombres que gozan de su favor”. Cualquiera de estas traducciones deja bien sentada la idea de que la paz viene de Cielo, del Dios de la Paz.

Los ángeles, pues, no estaban anunciando una paz que nosotros seamos capaces de establecer en la Tierra, sino de una paz que llegaba a la Tierra en la persona del Hijo de Dios nacido como hombre. Una paz que le costó a Él librar la definitiva batalla de la Cruz y de la muerte. Y la consiguió un Hombre, eso sí: el Hijo del Hombre, como a Él le gustaba ser conocido. Es ésta una paz, leemos en otro lugar de la Biblia, que está por encima de todo cuanto seamos capaces de pensar los seres humanos.

Ahora, temo que pudiera yo incurrir también en el error de hacer una lectura parcial de este mensaje angélico, si no tomo en cuenta otros aspectos de la verdad que proclama. Intentaré explicarme: Hay personas que creen que en la Tierra no existen hombres –ni mujeres- de buena voluntad y que, por tanto, la paz que todos deseamos no podrá ser jamás el resultado de la gestión humana. Tienen razón. También para la paz necesitamos a Dios. Entre nosotros, la paz –lo dijo algún cínico- suele ser el intervalo entre dos guerras. Por mucho que se nos llene estos días la boca con deseos de paz -porque realmente es lo que deseamos para cuantos amamos, e incluso para quienes nos odian: si tuvieran paz, dejarían de odiarnos-, seguimos metidos en múltiples confrontaciones que traen dolor y muerte a quienes las viven, y tristeza y sentimiento de impotencia a quienes seguimos siendo capaces de llorar con los que lloran.

Creo que en la Tierra viven y mueren muchos que tienen buena voluntad, aunque no les valga para mucho. Decir otra cosa, y se dice, es para mí tanto como negar el impacto del Evangelio de Jesús de Nazaret en millones y millones de seres humanos y en las culturas que éstos hemos originado. Que ahora se le quiera negar el paz y la sal a ese triunfo de la fe y de la esperanza no le resta nada a su grandeza; si acaso, se la resta a quienes pretenden hacernos creer que ha sido el ser humano quien lo ha logrado por sí mismo y sin que Dios –si es que existe, dicen- haya tenido que ver ni hacer nada. Nos valemos a nosotros mismos. Es verdad, pero ¿para qué nos valemos, si todo en nuestro entorno nos muestra cuán desvalidos estamos?

Me gusta pensar que es hacia esas personas de buena voluntad a quienes también va dirigido el mensaje de los ángeles. Son como aquellas ovejas que el Señor conoce y que oirán su voz y le seguirán, o aquella “buena tierra” de la parábola del sembrador, que dan fruto a su tiempo porque han acogido la Palabra en lo más íntimo de sus corazones. Esa es la buena voluntad que Dios espera de sus criaturas: el deseo de experimentar la vida y la paz auténticas que nos ofrece.

La voluntad de Dios es que todos tengamos paz con Él y entre nosotros; es nuestra voluntad, que Dios respeta, la que marca la diferencia. Paz en la tierra para los que gozan de ese regalo que Dios ofrece a todos: anticipo hermoso y esperanzador del día cuando la Paz y la Justicia gobiernen a toda la humanidad. Si la paz es para los que Dios ama, entonces no cabe duda de que es para todos, ya que a todos nos ama. Y no hemos de ganarnos su amor con el nuestro; más bien, el que podemos mostrarle es un eco del suyo. Paz en la tierra, ¿para quién? Para ti, si la quieres: si tienes la mínima voluntad de pedírsela.

Y a trabajar por la paz. Jesús dijo que son bienaventurados los pacificadores: los que aman la paz y la buscan, los que la entienden y la extienden, los que sellan las voces de los señores de la guerra y convierten sus armas en instrumentos de labranza. Donde hay personas de buena voluntad que trabajan por la paz para todos, Dios está de su parte. Y puede llegar a ser sorprendente encontrarlas en lugares donde era impensable y, al mismo tiempo, comprobar con tristeza que no están donde debiera encontrárselas. Y es que, también en esto de la paz, cada cual dará a Dios cuenta de sí mismo.


23/12/08

Parábola de los dos relojes


Las relaciones humanas son semejantes a aquellos dos relojes que, una vez cruzado el amplio umbral de aquella inmensa casona, podías ver situados el uno frente al otro en aquel salón lleno de objetos que ibas descubriendo a medida que recuperabas la visión, después de haber recibido el impacto de la solana.

A la derecha, aquel estupendo carrillón te sugería que los habitantes de la casa tenían posibles. Lo cierto es que ninguno de ellos sabía por aquel entonces cuándo y quién lo había colocado allí. Era realmente precioso: de madera noble, bien trabajada y barnizada con delicadeza. Su enorme péndulo estaba parado; y, claro, nadie te podía decir cuándo había dejado de sonar ni dónde podía estar guardada la llave para ponerlo de nuevo en marcha. Era tan impresionante su planta como su silencio. Pero no estaba muerto, eso no.

En la pared de enfrente, el diminuto péndulo del reloj de cucú iba de un lado al otro sin aparentar cansancio. Lucía bien sus adornos de flores talladas y pintadas con primor. Se le veía contento.

--Estás cada día más loco –le espetó el carrillón.

--¿Quie-res de-cir más so-na-do? –respondió, intencionadamente.

--Lo que tú digas. Pero, ¿es que acaso no te das cuenta de lo mareante y molesto que es tu continuo tic-tac. No sé cómo te siguen aguantando en la casa. Y por si fuera poco, de vez en cuando y sin equivocarte nunca, abres la ventanita y aparece ese chiflado con su cu-cú, cu-cú.

--Pues a mí me sue-na de ma-ra-vi-lla, por-que me re-cuer-da que es-toy ha-cien-do bien mi tra-ba-jo.

--¡Tu trabajo! No me vengas con esas. Lo que ocurre es que ni tú ni el pajarito tenéis remedio. Mírame a mí. Soy bellísimo. ¿Has observado bien las dos columnas salomónicas que luzco? ¿Qué es lo primero que miran quienes entran en la casa? A mí, desde luego, y se acercan para acariciar mis suaves formas y la textura de mi madera. A ti, casi ni te ven. Y le he oído decir a alguien que relojes como tú se pueden encontrar en las tiendas de todo a cien… que no sé lo que son, pero me suena a cosa barata. No te ven, ¡pero te oyen! Ya lo creo que te oyen; y por eso, ¡te huyen!

--Yo no ve-o las co-sas co-mo tú las ves. A los ni-ños les gus-to más yo.

--No digas tonterías. ¿No te agota ir de un lado al otro? Mírame a mí, sonado. Quieto, hierático, equilibrado, sin que nada ni nadie pueda alterar mi silencio. Las personas se encuentran seguras cerca de mí, porque no las molesto. En cambio, tú…

--Su-pon-go que al-go de ra-zón de-bes de te-ner. Y has-ta pue-de que re-sul-ta-ra in-te-re-san-te pa-rar-me y ex-pe-ri-men-tar tu quie-tud, tu si-len-cio, tu e-qui-li-brio. Por-que, des-de lue-go, ir de un la-do a o-tro me de-ja a ve-ces un tan-to des-cua-je-rin-ga-do. Pe-ro, mi-ra, te ha-ré u-na pre-gun-ta. Si yo es-tu-vie-ra co-mo tú, ¿có-mo sa-bría la gen-te de la ca-sa la ho-ra en que vi-ve?


--¿Y tú crees, tontaina, que a los seres humanos les interesa saber la hora en que viven?

--Pues, no sé; pe-ro me i-ma-gi-no que pa-ra al-go nos han in-ven-ta-do. Mi-ra, yo, por si las mos-cas, se-gui-ré i-gual de de-se-qui-li-bra-do.

Así también sucede cuando algunos seres humanos confunden su culpable quietismo y su despreocupación por los demás con su impagable serenidad y equilibrio. Pero, eso no cuela. Vale más vivir yendo de un lado al otro, incluso dando bandazos y molestando si hace falta, que presumir de equilibrado. Así, cuando menos, sabes que estás siendo útil; aunque te hagan poco caso o ninguno. Y si, agotado, tienes la tentación de detenerte, siempre habrá cerca una mano amiga que te dé cuerda o te cambie la pila.


17/12/08

¡Nos han robado el Niño!


Esa debió de ser, más o menos, la exclamación de los empleados del Ayuntamiento cuando se dieron cuenta de que, durante la noche, unos desaprensivos se habían llevado el Niño Jesús del pesebre que todos los años levantan en la amplia plaza que, a manera de “hasta aquí tú-hasta aquí yo”, separa los dos enormes edificios desde los que se intentea gobernar la gran Barcelona: el Ayuntamiento y el Palacio de la Generalitat. Además, también se llevaron algunas ovejas y cabras.

La respuesta inmediata de los responsables ha sido traer un nuevo Niño y meterlo todas las noches en el Ayuntamiento para no tentar a nadie. A los animalitos les han puesto unas cadenas. A mí me ha dado por acercarme a este suceso –que he oído decir a algunos que ya ha ocurrido otros años- como si se tratara de una parábola; algo así como: “La vida de los ciudadanos de las grandes urbes es semejante a…” En este caso concreto, es semejante al hecho de que ¡nos han robado el Niño! Aunque queriendo escapar de la demagogia, es difícil no utilizar el incidente para, cuando menos, expresar la tristeza de que el nacimiento del Hijo de Dios no es el centro de estas fiestas para una gran parte de nuestros paisanos. Sí, ¡nos han robado el Niño!

Pero es que, además, nos impiden acercarnos a él. Previsoramente –no sé si antes o después del robo-, quienes han montado el belén han llenado de cactus el parterre que está delante mismo de la sagrada familia y de la pareja de animales que les dan calor. ¡Cuidado, pueden pincharse!

Hace ya muchos años que a Jesús, de Niño o de Hombre, se le mira desde lejos en nuestra dislatada sociedad. Se han ocupado algunos de plantar “cactus” espinosos; y son muchos quienes lo siguen haciendo. Él es la persona descrita en los Evangelios por quienes estuvieron a su lado: sus testigos; pero, preguntando aquí y allá –incluso en ambientes eclesiales-, está claro que pocos los leen. ¿Qué pasa entonces? Que lo que se sabe de Jesús de Nazaret viene desde otros testimonios. Hoy, hay quienes se atreven -sin poder demostrarlo, claro- a dar por supuesto que los autores de los Evangelios no dijeron la verdad sobre Jesús, que el Jesús que nos ha llegado no es el de la Historia, sino el de la Iglesia. Y, veáse por dónde, hay personas que se lo creen sin detenerse siquiera a intentar comprobar si es verdad, leyendo esos textos. No estoy hablando de fe, sino de credulidad, que es el vestíbulo en que se quedan tan panchos quienes se niegan a sí mismos el derecho a tener opiniones propias bien fundamentadas. Sí, ¡nos han robado a Jesús! A este paso, tendremos que esconderlo cada noche para que no sigan robándolo. Jesús no es patrimonio de nadie. El Hijo del Hombre hizo lo que hizo a favor de todos; por esa razón, creyentes o no, deberíamos acercarnos a él con respeto y reconocimiento, esforzándonos en no convertir su Cumpleaños en una fiesta tan alejada de su vida y sus enseñanzas.

Los cactus están ahí las veinticuatro horas de cada día. Y lo altamente significativo al menos para este abuelo que las he visto ya de todos los colores, es que ese intento de separar a las personas del Maestro ya lo intentaron sus discípulos, y recibieron una seria amonestación: ”Dejad que los niños se acerquen a mí, y no se lo impidáis; porque de ellos es el reino de los cielos”.

Con el robo de ese Niño, y esa obsesión laicista que preside estas fiestas, es posible que, a manera de ladrones bienintencionados, les estamos robando a nuestros niños –porque son responsabilidad de todos- acercarse al genuino Jesús, a aquel que los sentaba sobre sus rodillas y les decía lo que sólo Dios sabe decir a los niños. Hay que arrancar estos otros cactus del camino. Nuestros niños no tienen por qué seguir con nuestra letanía de todas las Navidades: “No es esto, no es esto; demasiado consumo, demasiado confundir con la capacidad económica de hacer grandes regalos; demasiado, demasiado”.

¿Nos han robado al Niño? ¿Nos han robado, también, al niño que todos llevamos dentro?

15/12/08

¡Qué palo a la altanería religiosa!


Ayer, durante la lectura que alguien hizo de un pasaje del libro del profeta Malaquías, me vi sorprendido –¿torpedeado, quizá?- por estas palabras: “En todas las naciones del mundo se me honra, en todas partes queman incienso en mi honor y me hacen ofrendas dignas. En cambio, vosotros me ofendéis, porque pensáis que mi altar, que es mi mesa, puede ser despreciado, y que es despreciable la comida que hay en él”. Como suelen exclamar algunos jóvenes: ¡Qué palo! Y es que aquellos indignos sacerdotes habían decidido ofrecerle a Dios lo que no le era propio; de ese modo, mientras seguían presumiendo de talante piadoso frente al pueblo, robaban cuanto les era posible.

Malaquías les espetó esta divina protesta a los sacerdotes de Israel, allá por el año 520 aC. No nos queda tan lejos, pese a los siglos transcurridos, eso de los altares, sacrificios e inciensos que no pueden agradar a Dios, porque las vidas de quienes los ofrecemos tal vez se han apartado de sus caminos: la justicia, el respeto y todos esos derechos que, ahora hace sesenta años, fueron presentados como una gran Declaración de Derechos Humanos, y que una lectura sin prejuicios de la Biblia aceptaría que son parte sustancial de los Derechos Divinos que Dios quiere para nosotros. Que no lo estamos consiguiendo es evidente, y por eso la altanería religiosa, cualquiera de ellas, seguirá recibiendo palos divinos, que quizá pueden parecer menos dolorosos pero que, a la larga, pretenden hacer todo el daño necesario para obligarnos a cambiar nuestros esquemas. Y es que lo que se les niega o se les roba a los pobres, también se le niega y se le roba a Dios. Y todavía más si quienes lo hacen pretenden estar sirviéndole.

Volviendo a lo de que “en todas las naciones del mundo” se honra a Dios y que “en todas partes queman incienso” en su honor y le hacen “ofrendas dignas”, se ve uno en la coyuntura de asumir algo de lo que no se habla hoy en los ambientes cristianos; es decir, Dios acepta el homenaje que le brindan otros pueblos que, en principio, no son el suyo. Esta verdad hace temblar los cimientos de la altanería religiosa.

Alguien pudiera ahora salir con aquella afirmación defensiva: “¿Estás diciendo que todas las religiones son iguales? O, peor aún, ¿estás insinuando que hay religiones que son mejores que la cristiana?” En primer lugar, yo no digo nada de esto; sólo cito al profeta Malaquías. Si alguien se equivocó, fue él. No puedo creer que haya religiones mejores que la cristiana, porque no me agrada pensar en nuestra fe como una religión, que, además, ha asimilado tanto de todo aquello de lo que Dios se quejaba en aquellos siglos. Dios tiene buenas razones para seguir protestando contra su pueblo.

Lo que me sorprende es lo rápidamente que somos capaces de motejar de infieles a cuantos no han alcanzado el conocimiento que decimos poseer nosotros. Y eso, lo digo con total convicción, no agrada a quien se conoce a sí mismo como Señor de todos los pueblos de la tierra. Él, y no nosotros, conoce las intenciones del corazón humano. El hecho de haber elegido a los descendientes de Abraham como pueblo y haberles legislado unas leyes tan especiales para la convivencia, no elimina el interés y el cuidado del Creador sobre todas sus criaturas. Y el hecho de su venida al mundo, para resolver el problema del pecado de todos --¡de todos!— por medio de su muerte, y la victoria para todos --¡para todos!— por su resurrección, no puede anular su amor inalterable por cada uno de los seres que poblamos nuestro planeta.

Y si esto es así, y yo creo que lo es, entonces no debiera sorprenderme que Dios sepa distinguir entre los errores –a veces escandalosos- de las religiones y la sinceridad de aquellos corazones que forman parte de ellas. No debemos imputarle a Dios nuestra incapacidad para ver el Bien donde quiera se manifieste: sea en una perdida tribu de cualquier desierto o selva, o sea en cualquiera de las manifestaciones más o menos piadosas de nuestro mundo cristiano. Porque, además, como dijera Jesús, lo que Dios busca es adoradores que le adoren en espíritu y en verdad, porque de ellos se agrada. La verdad y la espiritualidad son, también, valores humanos que Dios reconoce donde quiera que haya que reconocerlo.

Si yo estuviera leyendo estas cosas escritas por otra persona, estaría un tanto escandalizado y me preguntaría, seguramente, si ese supuesto cristiano está diciendo que no hay que predicar el Evangelio ya que a cada cual le vale la fe que tiene. Y de inmediato, como hago ahora, me diría a mí mismo: “No seas percebe: las cosas no van por ahí. Si acaso, están escritas para recordarnos que entre los seres humanos los hay que son ‘buena tierra’ para recibir ese mensaje, que es la palabra definitiva y salvadora de Dios. Y mi obligación es compartirla con ellos; eso sí, con sencillez y sin altanería; con el mismo respeto que Dios tiene por cada uno de nosotros”.

¡Qué palo! Eso sí, pretende ser un palosanto.


12/12/08

Luces ¿navideñas?


El alcalde de mi ciudad dio hace unos días la orden de encender las luces navideñas, y algunas calles y plazas –sobre todo las comerciales, por aquello de crear ambiente consumista- proclaman la llegada de la Navidad. Eso sí, guirnaldas luminosas desprovistas de cualquier referencia al nacimiento del Hijo de Dios, no sea que alguien se nos enfade. Por lo menos, este año no nos han invadido con la cocacolera y disneyniana figura de Papá Noël. Es de agradecer, sobre todo porque ya se encargan muchas familias de colgarlo encaramado a sus balcones y ventanas: todo un símbolo, me parece, de que a ese orondo santurrón venido a menos –a quien no le queda nada del digno San Nicolás, ni siquiera los colores de la vestimenta- lo han equiparado a los cacos. Claro que alguien puede decirme que, por lo menos, él no viene acompañado de camellos. Oigo por ahí que los Reyes Magos están recuperando terreno. Es un signo de lucidez.

Y es que, pese a la crisis, la avalancha de compras superfluas ya nos está invadiendo. Parece que la mayoría podemos prescindir de algunas cosas, pero no del derroche festivalero. Sería bueno detenernos a pensar por qué. Ante ese espectáculo de luces, colores y olores me parece oportuno citar de nuevo a Marlo Morgan y a su libro sobre los Auténticos. Le dijeron ellos que “los Mutantes pierden el tiempo en objetos artificiales, hueros, temporales, decorativos y edulcorados en el espacio de una generación, de modo que en realidad son muy escasos los momentos de su vida que dedican a descubrir quiénes son y cuál es su ser eterno”.

En qué medida tienen razón en lo que dicen, es una cuestión muy personal. Pero, cuando menos, la manera como nos describen nos brinda la oportunidad –si queremos aprovecharla- de repensar el sentido genuino de estas fiestas. Y, por favor, que nadie vuelva a la cantinela de que el cristianismo instituyó la Navidad a partir de fiestas paganas, porque hace mucho que eso está muy superado por la mayoría de los cristianos.

No sé, pero me parece que mientras más se llenan nuestras manos, más se vacían nuestros corazones. Además, a manera de contraste acusador, está la lacerante imagen de tantos que levantan sus manos vacías de todo, incluso de esperanza. Si, como se ha dicho, “la pobreza es la forma legal de la esclavitud”, ¿tenemos derecho, desde nuestra condición de liberados de esa condición de desposeídos, a gastar y gastar y gastar? ¿No nos estaremos desgastando nosotros mismos?

Jesús de Nazaret nació –y lo menos fundamental es si fue un 25 de Diciembre, fum fum fum-, y la sencillez de su nacimiento en Belén de Judea sigue como referente de por dónde hay que entender su historia y la nuestra. Por eso, cuando llegan estas fechas sería saludable para nuestras vidas no perder demasiado tiempo en lo superficial y dedicarnos a pensar en quiénes somos y en cuál es nuestro destino eterno. Y es que, como dicen los Auténticos, “no pueden recibirse cosas nuevas si no hay espacio para ellas”.


10/12/08

Yo, Mutante


Una tribu aborigen de Australia me considera, a mí y a millones de otros seres humanos, un Mutante. Se conocen a sí mismos como los Auténticos, y he sabido de ellos gracias a Marlo Morgan y su interesante y revelador libro “Las voces del desierto”*.

Desde ese desierto, desde el interior más árido y solitario de aquel extenso país, nos llegan las voces que nos dicen: “Sois Mutantes”. Usan ese calificativo para señalar nuestra actitud frente a la vida, porque hemos mutado de nuestro estado natural. Nos alertan de que hemos perdido o rechazado la antigua memoria humana y las verdades universales. Una de las consecuencias de esa pérdida de lo auténtico son nuestros sueños nocturnos. La razón por la que los Mutantes soñamos de noche es que nuestra sociedad no nos permite soñar de día ni acepta en modo alguno que alguien sueñe con los ojos abiertos.

Quieren que reflexionemos e intentemos cambiar todas aquellas actitudes que, a lo largo de la historia de la humanidad, nos han ido alejando de las verdades universales, las que son de todos, y que han ido reduciendo –milenio a milenio- nuestra capacidad de soñar despiertos. Cuando Marlo Morgan, una profesional norteamericana de la salud, estuvo vagando con esos aborígenes por aquel desierto, quedó impresionada al saber que estos Auténticos habían decidido desaparecer, asumiendo el celibato para no tener más hijos y dejar así que la tribu fuera reduciéndose hasta el final. Eso sí, dejándonos clara nuestra responsabilidad de cuidar la Tierra que el Creador nos dio a todos. Ella escribió el relato de su inesperado viaje de varios meses –viaje, en muchos sentidos- mayormente para cumplir el encargo de avisarnos del peligro de acabar con el mundo por haberlo venido despreciando. Los Auténticos se van; los Mutantes seguimos mutando.

Una prueba de esa clara intención son las palabras de una profecía de los indios cree que nos ofrece al inicio de su libro: “Sólo cuando se haya talado el último árbol, sólo cuando se haya envenenado el último río, sólo cuando se haya pescado el último pez; sólo entonces descubrirás que el dinero no es comestible”.

Se trata, me parece, de algo que va más allá de un manifiesto ecologista al uso. Marlo fue impactada de veras, y quiere compartir su experiencia con otros Mutantes. Tengo la intención de volver a sus páginas en algún otro momento. Por ahora, queridos Mutantes, lo dejaremos aquí. Eso sí: sería bueno que a esos Auténticos les llegara de algún modo, la noticia de que entre nosotros también hay quien sueña de día: Martín Luther King tuvo un sueño hermoso… con unos ojos abiertos a la esperanza.

Por el momento, las buenas intenciones de los Auténticos me han traído a la mente aquellas recomendaciones vitales del profeta Jeremías: “Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad en él, y hallaréis descanso para vuestras almas”. Pararse, mirar, preguntarse –que implica cierto reconocimiento de que puede uno estar equivocado-, andar por esas sendas antiguas, descansar. No va a ser fácil para los Mutantes de nuestro siglo que lo intentemos, porque siempre habrá quien querrá impedírnoslo: los que se paran no producen, los que miran pueden llegar a ver, los que preguntan pueden encontrar respuestas… Y eso, entre otras cosas, podría echar por tierra muchos infames negocios.




* Marlo Morgan, Las voces del desierto, Ediciones B.S.A., Zeta Bolsillo, 2006




7/12/08

La necesidad de las cañerías


No, no va de fontaneros. Es que resulta que esta tarde, cuando salí para comprar algunos alimentos de esos que llaman “de primera necesidad”, me extrañó que la mayoría de los comercios estuvieran cerrados, hasta que una amable señora me recordó que hoy es el Día de la Constitución y que había libertad comercial para cerrar o abrir. Pues, resulta que fue en ese mismo momento que recordé lo de la necesidad de las cañerías. Me explico. Hace un par de tardes, distrayéndome más que trabajando en mi despacho, me encontré una nota con unas palabras de Adolfo Suárez hablando precisamente de esa Constitución que pactaron las diferentes fuerzas políticas en aquel momento de la transición. Decía aquella gran persona: “Hemos tenido que cambiar las cañerías sin cortar el agua”.

Menuda tarea; de encaje de bolillos. Lo menos que se puede decir de aquellos políticos es que “se mojaron” al asumir aquel trabajo. Dicho con el mayor respeto.

La metáfora es tan estupenda que no cabe añadir más; si acaso, tener presente que cada vez más voces opinan que ya es el momento de dejar correr el agua, porque creen que las cañerías están obstruidas por tanta suciedad acumulada desde entonces.

A mí, eso de las cañerías obstruidas me lleva a plantearme, en este momento, la siguiente pregunta: ¿Qué puede haberse acumulado en la mente de una persona –o incluso de una sociedad: la nuestra, ¿para qué ir más lejos?- para que sea tan incapaz de sentir que la vida todavía fluye por sus entrañas? Habrá que llamar de nuevo al Fontanero. A él le encanta limpiar, porque sabe que las mentes en las que se ha ido acumulando día a día la suciedad entorpecen el deleite de la vida propia y ajena.


3/12/08

El Monte del Olvido


“Están clavadas dos cruces en el Monte del Olvido, por dos amores que han muerto, que son el tuyo y el mío.” Es una canción de mis tiempos juveniles, esos en los que los cantautores sólo tenían permiso para decir cosas sobre amores y desamores.

La recuerdo ahora por causa de las batallitas que se han organizado en nuestro país con el tema de “cruces sí, cruces no” en las escuelas públicas. Me parece casi obsesiva esa reivindicación de lo laico que evidencian cada vez más amplios sectores de nuestra sociedad. Las cruces se ven, claro, como un símbolo religioso cristiano que puede ofender a los que no lo son; y, cuando menos, en ese deseo de descolgarlas se manifiesta que estamos dispuestos a respetar los derechos religiosos incluso de aquellos que no respetan los nuestros en sus países de origen. ¿Será por nuestras raíces cristianas? Están también, claro, aquellos de quienes se dice que “han apostatado de la fe”, aunque posiblemente nunca creyeron de verdad. Sería mejor decir que han apostatado de la religión, y por eso les debe de ofender cualquier cosa que la simbolice. Se equivocan, porque la cruz no es esencialmente un símbolo religioso, sino de amor.

No tengo interés alguno en entrar en el frente de batalla de las cruces, pero, si hubiera de definirme, sería partidario de quitarlas. Y es que. en los pocos años que soporté la escuela pública franquista, siempre estuvieron ahí. Y junto a ellas, otros símbolos que --ya entonces, pero más hoy-- significaban para mí todo lo opuesto a las enseñanzas del Evangelio.

Lo que me pregunto es si a estas cruces se las quiere enviar al Monte del Olvido porque también hay amores que han muerto… La cuestión es si, al eliminar el símbolo, no estaremos tratando de eliminar lo que éste significa. Porque la cruz es signo de entrega amorosa: en una dio su vida Jesús de Nazaret, y, como él mismo declaró: “Nadie me quita la vida, yo la pongo de mí mismo; tengo poder para ponerla y tengo poder para volverla a tomar”. Ya sé, ¡ya sé!, que hay quienes adornaron sus escudos con una cruz y se dedicaron a asesinar en el nombre de Cristo, y también sé que hay quienes, presumiendo de ese símbolo en escuelas o colgándoselo del cuello –a veces en diseños de oro y pedrería-, viven negando lo que esa cruz significa. Pero, ¿por qué ese afán por confundir a Jesús con la religión ostentosa y vacía de espiritualidad que padecemos los países llamados cristianos? ¡Qué devastadora pandemia de ignorancia y credulidad!
A este paso, ¿tendrán incluso que cambiarle el nombre a una conocida cerveza?

Pero, ¿qué se esconde realmente detrás de esa obsesión por enviar las cruces al Monte del Olvido? ¿Nos estaremos acaso muriendo de desamor, de egoísmo?
Y me refiero a la cruz vacía, porque el crucifijo con ese Jesús sanguinolento nada tiene que ver con aquel que, descolgado de ella y enterrado, venció a la muerte, como había prometido que iba a hacer. Sigue vigente aquella recomendación del Evangelio: “No busquéis entre los muertos al que vive”.

Me hago cruces ante tanto desafuero. Por cierto, mi cruz hace años que no está en el Monte del Olvido, gracias a que no se olvidó de mí aquel que murió en el Monte de la Calavera.


1/12/08

No es hablar por hablar


“Hablar mucho o, peor aún, hablar demasiado, puede diluir el mensaje, disminuir la relevancia de lo esencial a transmitir”. Lo dice Campo Vidal en su libro ¿Por qué los españoles comunicamos tan mal?, en una introducción que titula precisamente No es hablar por hablar. Acabo de abrir esa página de su obra –cuya lectura disfruté hace ya semanas-- en cuanto ha terminado la entrevista que en “El club”, un programa de TV3, le ha hecho su director al ex presidente extremeño Rodríguez Ibarra con ocasión de haber publicado sus memorias. Y es que, durante el diálogo, el político ha pespunteado sus intervenciones, una y otra vez, con la frase “Dicho esto”.

Me ha llevado a reflexionar en lo fácilmente que podemos incurrir en el error de no decir exactamente lo que pretendemos que entienda quien nos escucha o lee. No se trata de hablar por hablar tan irreflexivamente y tan sin tomar en cuenta al otro, que haga que se disminuya “la relevancia de lo esencial a transmitir”, por usar la feliz frase del reconocido periodista. Si a casi cada cosa que decimos, o escribimos, hay que añadirle un “dicho esto”, deberá de ser, supongo, porque se tendrá constancia de que no se nos ha entendido, o, por decirlo más educadamente, de que no nos hemos explicado. ¿No se trata de aquel donde dije Diego quise decir…?

Por si así fuera, me he propuesto pensar bien lo que escribo, y escribirlo lo más brevemente de que sea capaz en cada situación. Y es que cuando uno le habla a alguien cara a cara, o ante un auditorio, es posible hasta cierto punto observar los gestos de sorpresa de algunos --con lo que ya estás apercibido de que no te has explicado bien; y entonces tienes necesariamente, si es que quieres comunicar de verdad y no hablar por hablar, que echar mano del “dicho esto” o del “quiero decir”. Pero la cosa se complica más cuando estás delante de un ordenador diciéndole cosas a alguien que es posible que no llegues a conocer nunca de manera personal. ¿Me explico?

Dicho esto, quede claro que no pretendo decir que el señor Rodríguez Ibarra hable por hablar ni escriba por escribir, sino llana y simplemente que me encantaría no tener que pespuntear mis trabajos con ese “dicho esto”, como acabo de hacer ahora.

Hasta aquí por hoy.