22/2/09

Dios no es “culé”


Messi quizá lo sea, pero Dios no; ni periquito, ni madridista, ni de ningún otro club; al menos, que yo sepa. En la pancarta que exhibían en el Camp Nou aquellos espectadores –no sé si culés- podía leerse: “Dios existe. Juega en el Barça” Y más abajo, en letra más pequeña. “Messi”.

Creo que sería estupendo para ese Leonardo del “renacimiento” del fútbol-espectáculo, y para el sentido común también, que la cosa no fuera a mayores. Que nadie –por muy argentino que Messi sea- levantara entre nosotros una iglesia para sus adoradores, como hicieron en su país con ese otro “dios” llamado Maradona.

No hay necesidad de divinizar a ningún ser humano para reconocer el alto valor que cada uno tiene, y menos aun sus capacidades para ganar dinero “a patadas”. Debiera de bastar con reconocer que el invisible, inabarcable e inalcanzable Dios nos quiere tanto que nos comenzó a divinizar un poco a todos cuando, en la persona de Jesús de Nazaret, asumió nuestra naturaleza humana. Y lo estupendo de esta “encarnación” es que fue diseñada amorosamente, y consumada en su muerte y resurrección, para que nosotros seamos como él: hijos de Dios, participando de su naturaleza.
A quienes leemos la Biblia, todo esto no nos extraña. En el umbral mismo de nuestra historia fuimos creados a “imagen” de Dios; luego, al conocer el bien y el mal por decisión propia, adquirimos la categoría de “dioses”. Pero la historia nos enseña día a día, sollozo a sollozo y rabia a rabia, que ser dioses sin Dios no es el mejor camino para ser siquiera seres humanos. Por eso, Dios se ha propuesto que, descendiendo de este Olimpo de las Vanidades, podamos ser sus hijos.

No, Dios no es culé; pero todo culé, o periquito, o madridista… es decir, todos nosotros sin excepción, estamos llamados por Dios mismo a ser como Ël. Éste sí es un gol de verdad, metido en nuestra historia por la mano del Dios verdadero.


19/2/09

De cacería


Se ha levantado la veda. Los cazadores están de enhorabuena. Podrán presentar sus trofeos a los amigos: no a los amigos de los animales, claro. Eso sí, cazar es muy caro. ¿un millón de euros por venado, o por participar en la carnicería?

Naturalmente, me refiero a la para mí espantosa foto aparecida en la prensa en la que, para mayor gloria de los cazadores que cazan por diversión que no por hambre, aparecen personajes distinguidos de la judicatura de nuestro país. Pero, claro, cuando escribo de ir de cacería me estoy refiriendo a otros campos de la cinegética. Por ejemplo, a esa búsqueda y persecución de que vienen haciendo gala algunos de nuestros políticos –lo de nuestros es un decir- a raíz de esa foto: hay que abatir cuantas más piezas mejor del partido contrario.

Andamos en nuestra España del alma sobrados de cazadores de toda ralea. Están, por ejemplo, los supuestos periodistas que, después de horas de intenso rastreo, disparan a bocajarro sus perdigonadas a la intimidad de famosos y famosillos, para ver si cobran la pieza. Y como también se llama “cazar” a adquirir o conseguir con destreza alguna cosa difícil, ahí están quienes van consiguiendo adquirir bienes –inmuebles y de los otros- con una destreza digna de mejor causa; sobre todo porque han dejado el bosque lleno de escombros. Y no pienso dejar de lado que “cazar” es, también, captarse la voluntad de alguien con halagos o engaños. Cazadores de voluntades, manipulando indecentemente señuelos. Es el pan de todos los días. A la busca y captura de la víctima de turno, agazapados y con el trabuco a punto.

Hay una cosa más que me inquieta: ¿No seremos todos nosotros, en alguna medida, cazadores y presas al mismo tiempo? ¿Estaremos vigilando a otros para abatirles con los balines de la murmuración, para poder luego presumir ante otros expertos cazadores? De los cazadores etarras no quiero decir nada: no por cobardía, sino por asco. Más asco que esa carnicería de venados.

Aguardo el día cuando se cumpla de manera definitiva aquella profecía de Jeremías: “El mal cazará al hombre injusto para derribarle”. Amén.


7/2/09

Dios coexiste


Cuando le comenté a mi esposa que iba a entrar en el debate de los autobuses ateos, y la batalla que algunos han comenzado a librar contra ellos con las mismas armas, me advirtió: “Cuidado no te atropellen”. Corro el riesgo.

No acabo de entender que haya ateos que necesitan usar los medios publicitarios para que se sepa que lo son. Ni menos todavía el que haya cristianos que crean que la mejor manera de confesar su fe sea utilizar la misma táctica. Principalmente, porque para los cristianos la cuestión no radica en si Dios existe o no. Lo que el Evangelio nos enseña es que Dios coexiste. Es decir, sabemos de su existencia porque hemos creído que Jesús es su Hijo, que Dios asumió en él la naturaleza humana. El Dios invisible se hizo visible en la persona de Jesús. Para los cristianos, Jesús de Nazaret es el verdadero Dios y la vida eterna, para decirlo con palabras del apóstol Juan.

Si sabemos de la historia del pueblo de Israel y del Dios del Sinaí es porque esa historia ha cobrado su verdadero sentido con la venida del Hijo de Dios. De otro modo –es decir, sin lo que conocemos como Nuevo Testamento-, nada sabríamos de ese pueblo y de las voces de sus profetas anunciando el nacimiento del Mesías Salvador de su pueblo y de todos los pueblos de la tierra.

Por esa razón, me parece que al andar colocando carteles confesando que Dios existe, me parece que se está cayendo en la trampa de trivializar el tema. Lo que nos enseña la Biblia es que somos los cristianos quienes debemos ser esos “carteles” –o “cartas”, por usar una expresión del apóstol Juan- que proclaman la existencia de Dios en las vidas de seres humanos. El Espíritu de Dios, Dios mismo, vive en las vidas de quienes se le han entregado. Y eso, o es visible o no es verdad.

Eso que dicen los ateos de los autobuses –porque hay otros a quienes seguramente les gusta bien poco esa iniciativa- de que, ya que Dios no existe, el ser humano no debe tener miedo y debe vivir alegremente, es bastante malicioso. ¿De dónde deducen esos ateos que los cristianos tenemos miedo? ¿En qué siglo viven? Ya sé que viven en un tiempo cuando se puede comprar espacio publicitario, pero vuelvo a preguntar: ¿En qué siglo viven? Y eso de vivir alegremente porque Dios no existe, es casi insultante. ¿Están diciendo que ya que Dios no existe, todo va de maravilla, y que somos nosotros quienes sabremos devolverle a este mundo cuanto le estamos robando? Sólo viviendo de espaldas a la realidad de cada mañana se puede decir una barbaridad tan descomunal.

¡Adelante, ateos y ateas! Sigan con su campaña. Dios sigue siendo quien es desde siempre, y aquel que nos los ha presentado como el Padre que nos ama, llevará adelante sus planes salvadores de este mundo que todos, tanto ateos como creyentes, hemos convertido en lo que es.

No se trata de si Dios existe o no. Lo esperanzador es que Dios coexiste a nuestro lado. Sí, también cerca de quienes compran publicidad en los autobuses.


2/2/09

Yo, el apóstata


Levantó la mirada del fajo de papeles esparcidos sobre su mesa de funcionario, nos miró casi severamente y nos dijo: “Tienen ustedes que firmar un documento de apostasía”. 
 
Llevábamos meses intentando conseguir que nos casaran por lo civil. Luego, nosotros celebraríamos nuestro enlace en la congregación evangélica a la que ambos asistíamos y donde nos habíamos conocido. Han pasado ya cuarenta y siete años, y ni mi esposa ni yo hemos olvidado la dureza de aquel rostro y aquellas palabras. Firmamos aquel documento y nos convertimos en apóstatas por la gracia del catolicismo romano, que no de Dios.
 
He recordado ese momento, duro y triste en su momento, leyendo sobre las dificultades que esa iglesia sigue poniendo a los que hoy quieren apostatar de su fe. Personas, como nosotros, a las que se cristianizó –mejor, se catolizó- de recién nacidos. A la España “será católica o no será” le sigue costando asumir el derecho de elegir libremente ser contado o no entre los millones de españoles católicos. Quieren que se les reconozca oficialmente como apóstatas. Los unos, porque han decidido no seguir creyendo en la religión que profesaron sus padres –es un decir- y los otros porque entienden que lo religioso les ha venido a ser un lastre en el desarrollo de su personalidad. Intentan ser coherentes, me parece a mí.
 
Sea como sea, les está costando salir del redil. Ahora ya no es necesario apostatar para poder casarse civilmente, pero algunos sienten la necesidad de decidir dónde y con quiénes quieren estar. Es una actitud respetable.
 
En cuanto a mí, y a mi esposa, es significativo que se nos obligara a apostatar de la fe precisamente cuando, por la lectura de la Biblia, habíamos comenzado a entender lo que significa la fe en Jesús de Nazaret y la pertenencia a la sola y única Iglesia. En nuestra infancia y adolescencia ambos habíamos intentado ser buenos católicos, y ambos habíamos dejado de practicar como tales incluso antes de entrar por vez primera en aquella iglesia evangélica.
 
No apostatamos de la fe, sino de la manera de entender la fe del romanismo de aquellos años. Ahora, rememorando el recuerdo bastante doloroso de aquel momento, por la carga emocional que convocaba para nosotros la palabra “apóstata”, compruebo lo que he aprendido en el Evangelio: la fe es una cuestión de decisión personal. Nadie debiera ser considerado cristiano si no ha asumido libremente la decisión de seguir a Jesús como Maestro y Señor.
 
Me gustaría que quienes ahora apelan a su derecho a ser apóstatas, tuvieran la honestidad y la osadía de diferenciar entre el Jesús que dice de sí mismo que es la Verdad y aquellas instituciones que se erigen en detentadoras de la verdad. ¿De qué o de quiénes hay que apostatar?
 
Lo pregunto yo, que hace cuarenta y siete años tuve que firmar un documento que me declaraba oficialmente apóstata.