8/8/09

El susto en Tetuán



“¡Esto se tiene que acabar!”. Me lo soltó de golpe, allí, cruzando la Plaza de Tetuán, y mi corazón dio un brinco: Yo la había recogido de su trabajo y la acompañaba a su casa, como casi todas las tardes. Llevábamos saliendo algún tiempo, no mucho, porque ella era muy joven; pero ambos teníamos ya muy claro que un día formaríamos una familia.

“¡Esto se tiene que acabar!” Sucedió hace más de cincuenta años; y aunque ahora sonría al recordarlo, el susto que me llevé fue de los que te paralizan. La parálisis duró exactamente el tiempo que tardó ella en darse cuenta de cuán lívido se había tornado mi semblante: una eternidad. Me miró y me dijo: “Ya está bien de gastar dinero comprando almendras. Hemos de comenzar a ahorrar si un día vamos a casarnos”. ¡Qué alivio! ¡Era sólo eso lo que tenía que acabar!

Tenía razón. Yo había adquirido el hábito de comprar frutos secos y cualquiera otra cosa de comer que me apeteciera. Quizás había que atribuirlo a que en mi infancia carecí de capacidad para regalarme caprichos. Ella tenía razón, ya lo creo; pero por unos momentos me dejó a mí sin poder razonar.

Acabó solamente aquello que tenía que acabar en aquel momento de nuestra vida, pero lo otro no. El susto en la Plaza de Tetuán ha quedado como material de mis batallitas. Ahora, ella y yo salimos, cogidos de la mano, a comprar almendras, o lo que sea. Pero os aseguro que esa Plaza barcelonesa sigue impresionándome. Cuando otras veces ha tenido que decirme: “¡Esto se tiene que acabar!” -porque todavía hoy no tengo resuelta del todo mi tendencia a atender caprichos ajenos e incluso propios-, ya no me da un brinco el corazón. ¡Cuánto me alegro!