21/5/09

En el barranco de Víznar


En una tertulia literaria emitida por televisión, el escritor británico Ian Gibson, afincado desde hace años en tierras granadinas y biógrafo de García Lorca, comentaba hace unos días con sus contertulios que en la fosa común del barranco de Víznar donde sepultaron los restos del poeta andaluz también están los de un matrimonio de cristianos protestantes, maestros ambos, que fueron vilmente asesinados.

Esta noticia me ha recordado la visita que hice hace ya años a Fuente Vaqueros, el pueblo de García Lorca, acompañando a un querido amigo apasionado por la Cultura y, de manera especial, por la Literatura. Nos sentamos en un banco junto a un anciano y, tras un ratito de cháchara, le preguntamos por el poeta y su casa. Se levantó rápidamente y se despidió amablemente con un “Pregunten ustedes a su familia”. Todos los intentos resultaron igualmente infructuosos aquella tarde: nadie nos quería contar nada.

Pasados los años, en la vega de la capital granadina instalaron un amplísimo parque cuajado de rosales dedicado a la memoria de su paisano asesinado por sus paisanos. Ahora, con eso de la memoria histórica, es posible que sus restos y los de las demás víctimas sean desenterrados y reciban la sepultura que merecen. ¡Ay, aquellos maestros cristianos que resultaban intolerables en aquellos días de sangre y venganza! ¿Qué enseñarían a los niños que hubo que asesinarlos y enterrarlos en el barranco de Víznar?

Los años pasan, doña Memoria pide cuentas, y es posible y deseable que las heridas sangrantes de aquellos horribles años vayan cicatrizando. Otra cosa es si seremos capaces de ir cicatrizando ese sentimiento de responsabilidad colectiva que gravita sobre nuestro país, como sobre tantos otros de nuestra soberbia Europa, por tanta sangre derramada. Pero tengamos presente que, como sucedió entonces en el barranco de Víznar, sigue sucediendo ahora: hay responsabilidad colectiva –algunos silencios cargados de culpa-, pero no todos somos igualmente asesinos.


12/5/09

Parábola de los jardineros


En su manera de entender la vida, algunos colectivos humanos, religiosos o no, son semejantes a lo que le sucedió a aquel jardinero que fue contratado por los propietarios de una enorme urbanización para que arreglara y cuidara el gran parque que habían situado en el centro mismo del amplio terreno en el que se levantaban sus lujosas mansiones. Cuando llegó el primer día se encontró con otro jardinero contratado para la misma tarea. Ambos la emprendieron con entusiasmo, porque amaban su trabajo. No pasó mucho tiempo sin que aquel abandonado parque –nadie lo había visitado desde que fuera inaugurado- luciera espléndido. Habían arrancado cuanta mala hierba lo afeaba e impedía el crecimiento de plantas y árboles. Pusieron en marcha el sistema de regadío, y sembraron plantas y flores en todos los parterres. Limpiaron el estanque y las dos fuentes, y las cuatro estatuas que llevaban tiempo aburridas, esperando que alguien las dejara en condiciones de presumir.

Visto el resultado, todos los vecinos les mostraron su reconocimiento y les contrataron para seguir trabajando para la comunidad, manteniendo el parque en condiciones y limpiando y embelleciendo las ornamentaciones florales de las entradas de las casas. Por primera vez, los niños jugaban en aquel ya hermoso lugar y algunos abuelos se habían posesionado de los bancos recién pintados para vigilarles.

Ambos jardineros trabajaban a gusto hasta que, una tarde, a uno de ellos se le ocurrió subir a un cerro desde el que pudo observar toda la urbanización. Fue entonces cuando se dio cuenta de que los jardines traseros de todas las casas estaban sucios y abandonados: trastos esparcidos, plantas y césped secos, basura acumulada en cada rincón. La visión para él, que tanto amaba su trabajo, fue penosa. Por eso, descendió y compartió con su compañero el propósito de que se ofreciesen a cuidar también esos jardines familiares. Lo hicieron; pero una y otra vez la respuesta fue: “De eso ya nos ocupamos nosotros. Es nuestra casa. Vosotros, a lo vuestro”.

Entristecido, el que había tenido la idea decidió marcharse. Su compañero trató de persuadirle de que no lo hiciera. “Nos pagan muy bien por cuidar el parque y las calles; y eso es lo importante.” Pero no cambió de opinión: cogió sus herramientas, subió a su destartalada furgoneta y se marchó de aquella urbanización en la que lo único que importaba era lo que los demás podían ver. El otro jardinero se quedó, y dicen que tiene el parque precioso y que, para él, ya es suficiente.


1/5/09

Vicente


Estaba allí todos los días. Cuando salia de casa para ir al cole, allí estaba; y cuando volvía, también. Todo el día de todos los días, el bueno de Vicente se sentaba ante su diminuta mesa y se ponía a trabajar. Era zapatero remendón; y aunque la gente del barrio le conocía como remendón, yo sé, porque pasé muchos ratos observándole, que era un buen zapatero. Que yo sepa, nadie se le quejó, ni por remiendos ni por zapatos a medida.

Tenía su taller en un pequeño cuartito abierto en el zaguán del portal de la casa de vecinos en la que vivía, justamente al lado de la mía. Recuerdo con mucho cariño a aquel entrañable artesano, y todavía hoy, años después de que él haya muerto y yo viva lejos de aquella calle, no puedo explicarme cómo era posible que conversara conmigo teniendo entre sus labios aquellos clavitos con los que claveteaba las medias suelas y los tacones. ¡Qué portento! Y qué alejado todo aquello de la industrialización.

Por eso, al evocar a Vicente, siento un ramalazo de nostalgia por aquella manera de hacer las cosas y de tratar a los clientes. Y además, un sentimiento de gratitud porque aquel “remendón” –quiero decir “zapatero”- siempre encontraba tiempo para, con aquellos cigarrillos que colgaban de sus labios cuando no los tenía llenos de clavitos, compartir conmigo los secretos de su profesión. Me encantaba el olor de la piel cuando la cortaba delicadamente, y el de los tintes que usaba para “mejorar” el calzado envejecido, y el de los betúnes. Sigo oliéndolos todavía. Yo solía irle a buscar el carajillo a La Mariona, el bar de nuestra calle en cuya sala interior ensayaba los cantantes de las “caramelles” y los trompetas y tambores de la banda del barrio, y en cuyo altillo jugué mis primeras partidas de futbolín, cuando los jugadores eran sólo unos pedazos de madera sin apenas forma humana

No entiendo por qué, en lugar de ser zapatero, me metí en el mundo de las artes gráficas.
Hubiera sido un buen homenaje a mi querido y nunca olvidado Vicente, el zapatero del portal número 7 de mi calle.