27/11/09

Gritos en la noche



Noche cerrada. Silencio casi absoluto: en los años 40-50 no circulaban muchos coches por mi barrio, ni se montaban botellones en sus pequeñas plazas, ni, por supuesto, iba ningún conductor presumiendo de su potente equipo de sonido. Lo dicho: silencio absoluto.

Pero, de repente, palmadas; al poco, más palmadas. Finalmente, gritos en la noche: «¡Sereno, sereno!». Las voces callaban en cuanto el palmero de turno podía oír sobre los adoquines el sonido casi metálico del “bastón de mando” del vigilante; y volvía el silencio. Y es que, por aquel entonces, cuando por la noche encontrabas el portal de tu casa cerrado y se te había olvidado la llave, tenías que dar palmadas para que aquel ángel municipal viniera, te abriera, te entregara una velita encendida en las manos y esperara a que empezaras a subir los escalones para volver a cerrar tras de ti. Si alguna vez tardaba en llegar era porque tenía que vigilar bastantes calles; pero en cuanto te oía, desde donde estuviera, golpeaba el firme con su bastón para que no se te ocurriera turbar el sueño de tus vecinos. Y le veías llegar envuelto en su uniforme, que en aquellos años a mí se me aparecía como de almirante.

Me ha venido a la memoria porque se acercan las fechas en las que los vigilantes llamaban a la puerta de nuestra casa en busca del aguinaldo navideño, y nos entregaban una tarjera felicitándonos y deseándonos lo mejor para el año que estaba a punto de estrenarse. En un lado llevaba impresa la figura de un sereno de amplia sonrisa, como diciéndonos: «No se preocupen de la noche; yo estoy aquí para cuidarles»; y en el otro, unos versos alusivos a su trabajo; normalmente muy divertidos. Y lo mismo hacían el lechero, el panadero, el farolero y otros que ahora no me vienen a la mente.

Siento cierta nostalgia de aquella relación tan humana. No puedo ni tan siquiera imaginarme que en estas navidades llamaran a la puerta y, al abrirla, una sonriente muchacha me dijera: «La responsable de la Caja 14 del Supermercado (tal o cual) le desea felices fiestas y próspero 2010.» y me entregara una postal con una foto y unos versos.

Gritos en la noche, sí los hay; pero son diferentes, muy diferentes. Hemos perdido bastante, ¿no?

    25/11/09

    Tarzán de las azoteas



    En los años de mi niñez, los chavales nos pirrábamos por Tarzán de la selva y sus aventuras. No nos perdíamos ninguna de sus películas. Aquellos saltos de liana en liana con los que Johnny Weismuller se desplazaba de árbol en árbol nos tenían sorbido el seso. Tanto es así, que dos de mis primos hermanos y yo decidimos vivir nuestras propias aventuras; y como no había selvas a mano descubrimos las azoteas. Teníamos el Parque de Montjuïc cerca, eso sí; pero optamos por la privacidad de los terrados. Además, ahí no había “guris” que nos estorbaran.

    Mi primo mayor se adjudicó el papel de Tarzán, claro, y a mí se me concedió ser Boy, su hijo. Mi otro primo –y lo entendimos bien- no quiso ser Jane. Lo que no recuerdo es si finalmente optó por el papel de “Chita”.

    Nos desplazábamos de azotea en azotea. No lo teníamos demasiado difícil, porque en aquella selva del tres al cuarto –pero selva, eso sí- sólo teníamos que sortear los cables en los que las vecinas tendían la ropa recién lavada. No sé qué olería Tarzán en su jungla, pero a nosotros aquellas prendas tendidas al sol nos olían de maravilla. Si a algún loco como nosotros se le ocurriera hoy “ocupar” las azoteas para sus aventuras, lo tendría muy complicado: una impresionante y peligrosa jungla de antenas le cerraría el paso.

    Trepar un muro para alcanzar otra azotea más alta no era complicado a nuestra vigorosa edad, pero saltar en el vacío para alcanzar otras ya implicaba ciertos riesgos. ¡Qué osadía la nuestra! Saltábamos; y mi primo Tarzán, yo y creo que también “Chita” nos dábamos golpes en el pecho gritando: “¡A-a, a-aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!”. No me extraña que nuestras madres fruncieran el ceño cuando les decíamos que subíamos a jugar a la azotea. Pues ¡vaya jueguecitos!

    Y ahora, este Boy de pacotilla convertido en abuelo, anda regañando a los nietos cuando le parece que “corren demasiados peligros” en sus juegos. Claro que es hasta cierto punto comprensible, porque ¡menuda selva la que han de cruzar todos los días, y sin lianas!

    Cuando recuerdo ahora aquellas “pelis” percibo en qué engaño tremendo nos tenían atrapados. Los negros era siempre los malos: y si salía alguno bueno solían matarlo a la primera de cambio. Los buenos era los blancos; aunque algunas veces –¿acaso como autoterapia reparadora de los responsables de tanta desfachatez?- aparecía alguno malo, que también solía acabar mal: o lo mataban los negros malos o lo devoraba algún león. Tarzán intentaba ser bueno con los buenos –negros y blancos- y malo con los malos. Nosotros, de azotea en azotea, intentábamos seguir su ejemplo: ¡la de enfrentamientos entre tribus que resolvimos en aquellos años! Con permiso: ¡¡A-a, a-aaaaaaaaaaaaaaa!!

      21/11/09

      El Síndrome del Alfiletero



      Mi abuela iba siempre de negro –aparte de su esposo, se le habían muerto ya nueve de sus doce hijos-; incluso se ponía un pañuelo negro en la cabeza cuando salía a la calle. Imborrable el recuerdo de aquellas largas colas, cogido de su mano. para recoger la ayuda social que nos llegaba, muy de tarde en tarde, en aquellos días de posguerra. Los inmigrantes que hoy hacen largas colas para recibir alimentos deberían de saber que a los españoles de nuestra generación –a los de la clase obrera, quiero decir- nos pasó lo mismo. Tampoco en esto hay nada nuevo debajo del Sol.

      Especialmente, recuerdo a mi abuela sentada en aquella silla baja con asiento de mimbre, encogida sobre aquel huevo de madera, zurciendo calcetines; y hoy, más que nunca, clavando aquellos alfileres de bolita negra sobre su alfiletero. No era como los que puedes comprar hoy en cualquier bazar, con cajita incorporada, sino un trozo de tela relleno –creo que nunca he sabido de qué- y cosido a conciencia. En estas tareas era una consumada artista: sus pelotas de papel envueltas de trapo y cosidas con esmero eran las más populares entre los chavales del barrio, porque eran las que podían aguantar un partido entero.

      La he recordado, lo que son las cosas, mientras un atento doctor chino me iba clavando sus agujas en aquellos puntos de mis hombros y orejas donde entendía él que era necesario. ¡Qué cosa, tan aparentemente trivial, que me haya acordado de mi querida abuela Antonia precisamente tendido en aquella blanquísima sábana y viviendo a mi manera el Síndrome del Alfiletero.

        18/11/09

        ¿Un pie dentro y otro fuera?



        El pasado sábado, mi esposa me despertó para que me despidiese de dos de nuestros hijos, que ya casi salían por la puerta. Nos habíamos acostado tarde, ayudándoles en sus preparativos. Les despedí a ellos, pero durante la hora siguiente estuve viviendo (?) en dos dimensiones a la vez. Cuando me despertaron, en mi sueño estaba precisamente charlando con ellos de los detalles de su marcha. Pues bien: mientras estuve luego preparando el café con leche y las tostadas de todas las mañanas, y charlaba con mi esposa desayunando, yo seguía viviendo también y al mismo tiempo en -¿cómo decirlo?- en la otra dimensión: la de los sueños. Lo onírico y lo real comiendo juntos. No es que desee que me vuelva a ocurrir, pero fue una experiencia interesante. y, si cabe, hasta un tanto divertida: para mí, porque mi esposa se asustó al verme tan ido.

        Por eso, un par de horas después estaba yo tumbado en la camilla de un box del hospital. Durante cuatro horas me practicaron cuantas pruebas entendieron que eran precisas y me devolvieron a casa con el siguiente diagnóstico: “Síndrome confusional aislado autolimitado”. Pues, vale, y muchas gracias.

        No han quedado secuelas, dicen los galenos. Pero se equivocan; hay una: digan lo que digan, viví la experiencia de estar con un pie dentro, en la esfera onírica, y el otro fuera, en la esfera real de todas las mañanas. No lo comentéis demasiado fuerte por ahí, no sea que os oiga Freud y se levante de la tumba para reñirme, o envíe a algunos de sus seguidores a hacerme preguntas.

        Quería cerrar esta batallita tan reciente comentando que cabe que, cuando me despertó mi esposa, estuviera profundamente dormido en lo que los especialistas del sueño denominan fase… No lo escribo, porque me suena a marca de leche. De todos modos, tampoco lo tengo muy claro.

          16/11/09

          Estos galos están locos



          Pero ellos –Astérix, Obélix y sus compañeros de la aldea- lo decían de los romanos. He vivido sus divertidas y aleccionadoras aventuras desde el principio; y ahora que están de aniversario, además de felicitarles, recuerdo lo que les ocurrió a unos jóvenes amigos, hace ya más de treinta años, en un pueblecito de Granada.

          Eran estudiantes de Ciencias. Aquella tarde estaban charlando –posiblemente discutiendo- sobre la Biblia con unos seminaristas. Uno de mis amigos, un poco cansado de marear la perdiz, les dijo: «A mí, los personajes que más me gustan son Astérix y Obélix». No era extraño que lo dijera, porque habían descubierto a esos entrañables galos hacía poco, y me consta que se lo pasaban pipa devorando sus aventuras.

          La inesperada respuesta de uno de aquellos contertulios fue: «Es que, nosotros, el Antiguo Testamento lo hemos estudiado poco».

          Cuando nos lo contaron, nos reímos todos mucho. Si lo traigo a mi blog ahora no es para mover a la risa, sino más bien para confesar mi alegría de que aquellos años de ignorancia de la Biblia en este país hayan ido pasando; aunque en parte se deba a la amplia literatura polémica que se viene publicando sobre ella. Quiero creer que hay pocas personas hoy, si es que hay alguna, que pueda creer que el pequeño guerrero galo de la pócima y el enorme cazador de jabalíes que cayó de pequeño en el caldero de Panorámix tengan algo que ver con lo que se cuenta en las páginas bíblicas. Otra cosa sería leerla sin prejuicios.

          Por otro lado, eso de que los galos y los romanos están locos parece que sigue vigente: se habla en los medios de cierto galo y de cierto romano que –desde su encumbramiento político y mediático- dicen y hacen cosas propias de quienes han perdido la chaveta. Al menos eso parece.

            14/11/09

            El portal número 20



            No era el más grande, pero sí el más acogedor. Los chavales de mi calle nos metíamos en su amplio zaguán para escapar de los calores del verano y de los fríos del invierno. En las otras dos estaciones –la primavera y el otoño todavía nos visitaban- no era necesario: se superaban a golpe de carreras y peleíllas.

            Sentados en los primeros escalones, nos explicábamos aventuras: callaba uno y empezaba el otro. Y allí estábamos, resguardados de las inclemencias hasta que la inclemente vecina del primer piso nos amenazaba con bajar a zurrarnos si no salíamos a la calle de estampida. Y entonces nos refugiábamos en otro portal –preferentemente el 4 o el 16-. Fue un imborrable tiempo de aventuras: la misma vida nos lo parecía. Como dijo el novelista Joseph Conrad hablando de su propia experiencia y obra: “Creía que era una aventura y en realidad era la vida”.

            Por lo que recuerdo, pronto adquirí entre mis “compis” la fama de cuentista que me sigue acompañando desde entonces, especialmente entre mi familia. Hasta hace unos años, anduve contando cuentos a mis hijos en nuestros viajes por las carreteras españolas, para hacerles amenos los trayectos, y he dedicado algunos a mis nietos y nietas.

            He recordado esta batallita porque ya estamos avisados de que los días de las fiestas navideñas -perdón, invernales- están a la vuelta de la esquina. Da gusto ver en las librerías los estantes dedicados a la literatura infantil y juvenil. ¡Qué derroche! Y me alegro. Pero me inquieta un poco pensar que los niños de hoy ya no se cuentan cuentos y aventuras unos a otros; si acaso, hablan del último videojuego para su play. Es a lo que pueden aspirar. Lastimosamente, no aprenderán mucho de bueno en algunos de ellos. No espero que todos estéis de acuerdo conmigo, pero me temo que los continuos atentados contra la creativa fantasía propia les están robando cosas muy hermosas a nuestros pequeños. Y lo siento enormemente, porque una vida sin aventuras propias o inventadas que compartir debe de ser tremendamente aburrida.

              10/11/09

              El cedro y la Señora Enriqueta



              Los años -¡quién sabe cuántos!- le han convertido en ese majestuoso e impresionante cedro bajo cuyas acogedoras y amplias ramas han hallado cobijo del sol estival las cuarenta o poco más personas que han acompañado hasta este cementerio de Puigcerdà los restos mortales de la Señora Enriqueta. Les observo desde un lugar donde el sol, mi amigo de siempre, me acaricia. Los empleados realizan su trabajo como casi siempre: con esa parsimonia que extiende innecesariamente el momento cuando los restos de ese ser tan amado desaparecerán detrás de una lápida. Y me da por pensar.

              El cedro fue antes una pequeña semilla que el viento acompañó a este lugar -¡quién sabe cuándo!- o que alguien plantó aquí hace años y años y años. ¡Y luce tan hermoso ahora! Por eso, cuando Salomón -en su “Cantar de los cantares”- intentó describir el lugar donde se amaban él y la sunamita, escribió: «Las vigas de nuestra casa son de cedro». No encontró manera más bella.

              La Señora Enriqueta está siendo sembrada como pequeña semilla. Los que la hemos conocido, sabemos muy bien que en su ahora ya delicado y enfermo cuerpo ha latido desde siempre la fuerza vital que viene de Dios y que un día se manifestará en todo su esplendor. El apóstol Pablo lo explicó así en una de sus cartas: «Tal vez alguno pregunte: "¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Qué clase de cuerpo tendrán?".»

              ¡Es una pregunta tonta! Cuando se siembra, la semilla tiene que morir, para que tome vida la planta. Lo que se siembra no es la planta que ha de brotar, sino el simple grano, sea de trigo o de otra cosa. Después Dios le da la forma que quiere, y a cada semilla le da el cuerpo que le corresponde… Lo mismo sucede con la resurrección de los muertos: lo que se entierra es corruptible, y lo que resucita es incorruptible; lo que se entierra es despreciable, y lo que resucita es glorioso; lo que se entierra es débil, y lo que resucita es fuerte; lo que se entierra es un cuerpo material, y lo que resucita es un cuerpo espiritual… Pues nuestra naturaleza corruptible se revestirá de lo incorruptible, y nuestro cuerpo mortal se revestirá de inmortalidad… Y entonces se cumplirá lo que dice la Escritura: «La muerte ha sido devorada con victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?».

              Disculpad que me haya extendido, pero esta vez no he sabido decir lo que quería con menos palabras. El cedro está precioso. Así de preciosa aparecerá un día mi Señora Enriqueta, porque mientras estuvo vestida de mortalidad ya fue como ese enorme árbol: la sombra de su frondosa personalidad alivió a muchos de los insoportables “calores” de nuestro mundo.

                8/11/09

                Mi ciudad está de luto



                Aquí estoy, para cumplir lo que prometí ayer; pero no para compartir con vosotros lo que me había propuesto. Y es que hace sólo unas horas que he regresado de despedir los restos mortales –es decir, lo único que en realidad muere- de una persona excepcional.

                Se nos ha ido Carles Riera. Posiblemente, pocos de los que entráis en mi blog sabéis quién es. Hace años que tuve el honor de conocerle, porque algunos de mis hijos estudiaron música en la Escuela Municipal que él dirigía, y que hoy ya es Conservatorio: era uno de sus sueños. Ahora son algunos de mis nietos los que estudian allí, pero ya no le tendrán a él; ni a mí me será posible saludarle cuando alguna vez vaya a recogerles.

                Hay personas que hacen música, y Carles la interpretaba maravillosamente, y hay otras personas que son música ellas mismas, como Carles Riera: la cadencia de su voz siempre amable y respetuosa; su entrañable y siempre entonada dedicación a todos y cada uno de los alumnos: los suyos y los de los demás. En el pentagrama de su vida siempre escribió cuidadosamente notas de armonioso entendimiento. Por eso, y por muchas cosas más para las que no tengo espacio, he sentido la necesidad, ahora que se nos ha ido, de presentároslo en pocas líneas.

                Mi corazón me comenta que, hoy, todas las teclas de todos los pianos debieran de ser negras, y negras también todas las notas de todos los pentagramas. La Música le debe ese homenaje a quien tanto la amó y nos ayudó a amarla.

                Schumann confesaba que la música era para él el lenguaje que le permitía comunicarse con el más allá. Nuestro Carles está ahora en ese más allá, y más acá hemos quedado todos un poco huérfanos. Mi ciudad está de luto.

                  6/11/09

                  La locura del abuelo



                  Recuerdo que hace ya bastantes años nos reímos mucho mi familia y yo con aquella deliciosa película titulada “El abuelo está loco”. Ahora, el abuelo loco soy yo; no porque me pasen las divertidas cosas que le pasaban a aquél, sino por haber dejado de explicaros mis batallitas durante tanto tiempo. Disculpadme, por favor.

                  Podría elaborar, en el Alambique de las Justificaciones, una serie de razones para suavizar mi abandono: la mayoría de los seres humanos tenemos casi siempre uno a mano. No voy a hacerlo, aunque las hay. En mi regreso, prefiero seguir contándoos aquellas experiencias lejanas y cercanas que os puedan aportar alguna cosa buena. Así inicié este blog, y por ahí pretendo seguir.

                  Gracias por leerme, de veras. Mañana empiezo: ¡palabra de abuelo!