21/4/09

La parábola de la “foguera”


La falta de entusiasmo de una gran parte de nuestra juventud es semejante a la experiencia de aquel paisano que, viajando por Asturias, se sorprendió de ver que en la mayoría de los pueblos se yergue un altísimo tronco.

Cuando se detuvo en uno de ellos para preguntar qué significaba, le explicaron que era la “foguera”, lo que en otros lugares se conoce como “cucaña”. Todas las primaveras, los varones del lugar van al bosque en busca del eucalipto más alto, lo talan, le cortan las ramas, lo descortezan y lo cargan sobre sus hombros hasta la plaza o la explanada señalada para la fiesta. Cuelgan una bandera y algún obsequio en el extremo más delgado e izan el tronco entre todos, con la ayuda de cuerdas, hasta dejarlo en el hueco que han abierto. Ya está levantada la “foguera”. Alguien le comentó que, hace años, esta fiesta solía estar relacionada con la despedida a los mozos del pueblo que se iban a cumplir el servicio militar.

“¿Se trata de subir para alcanzar el premio?”, preguntó a uno de aquellos fatigados varones. Y le dijeron que sí. Y cuando quiso saber si eran muchos los valientes que se arriesgaban a subir, le dijeron: “Ahora ya no. Antes, los guajes se peleaban para subir el primero; pero eso pasó a la historia. Los jóvenes de hoy no se entusiasman ya por estas cosas. `¿Para qué?´, dicen. Parece que no sienten la necesidad de demostrar su fuerza, ni de encandilar a las muchachas alcanzando el premio”.

Y nuestro paisano, ya de regreso, se preguntaba si aquel entusiasmo para enfrentar el reto estaría relacionado, y un tanto determinado, por las excesivas facilidades que tienen hoy para conseguir cualquier cosa que deseen. ¿Para qué subir a buscar nada si me lo bajan otros?


15/4/09

La necesidad de crear


En algún lugar leí que el arte es una nueva y dinámica religión que se sitúa por encima del bien y del mal y que, precisamente por eso, es indiferente al hombre, al placer, al dolor, a la moral, a la vida y a la muerte. No estoy del todo convencido de entender esa definición, pero me viene al pelo para compartir algunas ideas sobre la necesidad de crear propia de los seres humanos.

Desde luego, hay manifestaciones artísticas que parecen buscar hel-arte el corazón; pero aun así, no voy a ser yo precisamente quien cuestione el impacto, positivo o negativo, que nos producen las obras de arte en cualquiera de sus manifestaciones.

Hice mis pinitos en dibujo y pintura en la Escuela de Artes y Oficios de Barcelona, ubicada en aquellos años en la Plaza Palacio. Me dijeron que no lo hacía mal del todo; y todavía hoy sucumbo a la urgencia de trazar algunos garabatos. Dejé aquellos estudios porque me prendió otro arte: las palabras, la literatura y, por encima y dándole sentido a lo demás, por la Palabra. Ni quiero ni sé renunciar a la creatividad, aunque no la viva delante de un caballete sino ante la pantalla del ordenador. Como creyente, entiendo que esa necesidad de crear es patrimonio nuestro porque fuimos creados a semejanza de quien nos creó; Otros pueden verlo de otra manera, y tienen todo el derecho; pero me resulta innegable que esa capacidad creativa va desapareciendo en la medida en que también va desapareciendo la niñez, como dijera tan acertadamente Neil Postman.

En esta etapa creativa de mi vida, entiendo mejor lo que anoté un día en mi cuaderno: “Crear es vivir en una edad sin edad”. Pues, precisamente se trata de esa sensación. Porque, en un sentido que no sé razonar pero que me emociona, cuando creamos estamos más cerca de aquellas experiencias para las que fuimos diseñados; y en ese sentido, estamos luchando contra una sociedad en la que se intenta cercenar las capacidades creativas.

Y además, yo tengo muy presente que el Reino de los Cielos es de los niños. Vivir sin edad es una pasada…


10/4/09

Mi Teatro Griego


Siempre me ha parecido curiosa y estupenda nuestra capacidad para posesionarnos de aquellos lugares, e incluso personas, que evocamos de vez en cuando. Quiero deciros algunas cosas de mi Teatro Griego.

Hace unas semanas llevamos a cuatro de nuestros nietos al Parque de Montjuic, en Barcelona, y me propuse compartir con ellos mi Teatro. No fue posible, porque lo estaban restaurando: hay que tenerlo a punto para el verano. Dentro de pocas semanas miles de personas disfrutarán de los espectáculos que se programan cada año: música, danza, teatro y algunas otras cosas.

Mis primos y yo invadíamos ese Teatro allá por los años cincuenta del siglo pasado, cuando, como daños colaterales de nuestra guerra, se nos mostraba abandonado y lleno de escombros. Y lo hicimos nuestro. Recorríamos los pasadizos interiores, nos colábamos por cualquier hueco que no estuviera cerrado por aquellas enormes puertas metálicas que pretendían obstaculizar nuestras “investigaciones”. Esperábamos y temíamos que algún día íbamos a toparnos con algún vagabundo con malas pulgas que también hubiera tomado posesión del lugar. Fue un tiempo estupendo…pero no del todo.

Una de aquellas tardes observamos que en la entrada del Teatro que da a la carretera había policías y curiosos. Nos acercamos desde lo alto de la escalinata, y le vimos. Estaba tumbado en el suelo mirando hacia arriba, como si hubiera estado esperándonos, Aquel cadáver pálido y ensangrentado me heló la sangre. No supimos quién era, pero alguien sí lo supo: ¿tal vez uno de aquellos perseguidos “rojos” de que habíamos oído hablar, o quizás un asesino asesinado?

Después de tantos años, cuando recuerdo que tengo un Teatro Griego en propiedad, la imagen de aquel cadáver mirándome no falta a la cita. Reflexiono ahora que es como una parábola de la vida: momentos de diversión salpicados a veces por la irrupción de la muerte, siempre cercana y lejana a la vez.

Cuando vuelva a Montjuic con mis nietos les enseñaré ufano ese Teatro que hice mío un día, cuando no se mostraba tan espléndido como en las cálidas noches de nuestros veranos. También en esto ha cambiado nuestro país, y me alegro. Me agradaría que los corazones rotos pudieran ser restaurados y remozados como lo está siendo mi Teatro Griego.