12/5/09

Parábola de los jardineros


En su manera de entender la vida, algunos colectivos humanos, religiosos o no, son semejantes a lo que le sucedió a aquel jardinero que fue contratado por los propietarios de una enorme urbanización para que arreglara y cuidara el gran parque que habían situado en el centro mismo del amplio terreno en el que se levantaban sus lujosas mansiones. Cuando llegó el primer día se encontró con otro jardinero contratado para la misma tarea. Ambos la emprendieron con entusiasmo, porque amaban su trabajo. No pasó mucho tiempo sin que aquel abandonado parque –nadie lo había visitado desde que fuera inaugurado- luciera espléndido. Habían arrancado cuanta mala hierba lo afeaba e impedía el crecimiento de plantas y árboles. Pusieron en marcha el sistema de regadío, y sembraron plantas y flores en todos los parterres. Limpiaron el estanque y las dos fuentes, y las cuatro estatuas que llevaban tiempo aburridas, esperando que alguien las dejara en condiciones de presumir.

Visto el resultado, todos los vecinos les mostraron su reconocimiento y les contrataron para seguir trabajando para la comunidad, manteniendo el parque en condiciones y limpiando y embelleciendo las ornamentaciones florales de las entradas de las casas. Por primera vez, los niños jugaban en aquel ya hermoso lugar y algunos abuelos se habían posesionado de los bancos recién pintados para vigilarles.

Ambos jardineros trabajaban a gusto hasta que, una tarde, a uno de ellos se le ocurrió subir a un cerro desde el que pudo observar toda la urbanización. Fue entonces cuando se dio cuenta de que los jardines traseros de todas las casas estaban sucios y abandonados: trastos esparcidos, plantas y césped secos, basura acumulada en cada rincón. La visión para él, que tanto amaba su trabajo, fue penosa. Por eso, descendió y compartió con su compañero el propósito de que se ofreciesen a cuidar también esos jardines familiares. Lo hicieron; pero una y otra vez la respuesta fue: “De eso ya nos ocupamos nosotros. Es nuestra casa. Vosotros, a lo vuestro”.

Entristecido, el que había tenido la idea decidió marcharse. Su compañero trató de persuadirle de que no lo hiciera. “Nos pagan muy bien por cuidar el parque y las calles; y eso es lo importante.” Pero no cambió de opinión: cogió sus herramientas, subió a su destartalada furgoneta y se marchó de aquella urbanización en la que lo único que importaba era lo que los demás podían ver. El otro jardinero se quedó, y dicen que tiene el parque precioso y que, para él, ya es suficiente.


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