31/12/09

La tita Lola



En las sobremesas familiares de estas festividades, suelen compartirse recuerdos de personas queridas que ya no están con nosotros. En mi familia, siempre sale alguien hablando de la tita Lola, la entrañable tita Lola.

Llegó a Barcelona con su madre desde su Sevilla natal en aquellos años cuarenta en los que tantos andaluces llegaron para contribuir con su esfuerzo al desarrollo económico que se experimentó en Cataluña, y se instaló en un pequeño piso del Raval compartido con otras dos familias. Trabajó de limpiadora en Aduanas, dedicándose mayormente a limpiar barcos. Allí tuvo que aguantar algunos acosos por parte de marineros y guardias. Finalmente, entró a trabajar como hiladora en la fábrica Batlló, donde estuvo hasta que cerraron. En el terreno de lo textil, que tan fundamental fue para el desarrollo de aquellos años, los problemas fueron a más: eso de cerrar empresas nos viene de lejos. Volvió la tita Lola a sus tareas de limpiadora, y en ellas estuvo hasta su jubilación.

Por aquel entonces, ya había llegado de Sevilla su hermana mayor con sus tres hijos y una sobrina, hija de su hermano fallecido. Tenía ella seis años cuando desembarcaron de aquel carguero en el puerto de Barcelona. ¡Viaje inolvidable! Lo sé de primera mano, porque aquella encantadora chiquilla se convirtió en mi esposa y me lo ha contado más de una vez.

La tita Lola se hizo cargo de la pequeña y trabajó cuanto pudo y más para salir adelante. La abuela ya había fallecido. Tanto trabajo la fue desgastando, y su cuerpo se fue encogiendo y encorvando años tras año; pero su enorme corazón no se encogió hasta que vio a su niña casada y conoció a sus primeros sobrinos-nietos.

Su frase preferida cada vez que surgía alguna cosa que no le agradaba, y que resuena cada vez que la recordamos, era: «¡Me vais a quitar los días de la vida!»… y entonces sonreía y seguíamos adelante. Sus días de vida aquí se acabaron: se los arrebató la vida misma; y como yo no creo que en el Cielo haya que limpiar nada, debe de ser muy feliz.

Hasta siempre, entrañable tita Lola.

    29/12/09

    Muchas gracias



    Casi a finales del 2008 me inicié como bloguero, y hace sólo unos días colgué mi batallita número 50. Terminaba mi primer escrito diciendo: «Nos veremos en el campo de batalla». No sé cuántos habéis ido leyendo mis acertadas o desacertadas reflexiones, trazadas a veces con más humor y otras veces con más horror, porque las cosas que he venido comentando daban para lo uno y para lo otro. Pero, eso sí, he intentado que nos les faltará el amor, desde el convencimiento de que sin él no vale la pena ni escribir ni hacer ninguna otra cosa.

    Cuando aquel 11 de noviembre del 2008 osé lanzarme a la batalla, confesaba con cierto descaro que estaba «casi convencido de que puedo ser capaz de animar a otros con mis batallitas del abuelo, que no son pocas». Por lo que algunos me habéis compartido, parece que algo de lo que me propuse entonces se ha ido haciendo realidad; así que, con vuestro permiso, borro lo del casi convencido.

    Si con mis batallitas de abuelo he hecho bien a algunos de vosotros, me parece de perlas. Os he escrito de cosas que me parecían razonablemente importantes. Bueno, importantes para mí, claro: algunas del pasado y otras del presente más inmediato. Ha sido para mí, lo confieso, una saludable terapia.

    Por eso me ha parecido que, al cruzar este umbral de la cincuentena, debía daros las gracias por haberme acompañado durante todo el año que está apurando sus ultísimos días. Deseo para todos vosotros, pacientes lectores, lo mejor en ese 2010 que aguarda en el zaguán para entrar en nuestras vidas. Confío seguir enviando batallitas.

    De veras, emocionadamente, muchas gracias.

      20/12/09

      ¿Dónde está Dios?



      «Dios está en el lugar donde le hemos dejado.» Oí esta frase el otro día y me pareció que, así, de entrada, puede parecer muy pretenciosa. ¿Dios esperando que regresemos? ¿Dónde le dejamos? ¿Qué clase de Dios es éste que nosotros podemos haberle dejado esperándonos? Supongo que las respuestas a estas preguntas dependen de la idea que tengamos de quién es Dios, si es que somos capaces de tener alguna idea que nos satisfaga medianamente, y de quíénes somos nosotros.

      Pero, claro, Jesús de Nazaret –dentro de unos días, recordaremos que María rompió aguas aquella noche en un humilde establo- nos ha enseñado que Dios es Padre, con todo lo que eso implica de amor cuidadoso. Entre las cosas que dijo acerca de él, me ha venido a la mente lo que se conoce como la parábola del hijo pródigo. No sé por qué la llaman así, porque el protagonista no es el hijo pequeño que le pide a su padre la parte de la herencia que le corresponde porque se quiere ir de la casa paterna a vivir sus propias aventuras. El protagonista es el padre, que, primero, le da lo que le pide y respeta su libertad de marcharse, y luego, cuando el joven llega literalmente hecho polvo, le rodea con sus brazos y le prepara una fiesta de bienvenida.

      Mientras estuvo por ahí, malgastando lo que el padre le había dado, se acordó muy poco de su hogar. Pero cuando se quedó sin nada y solo, y tuvo que pechar con un trabajo que no le daba ni para comer, reflexionó: el texto dice que “volvió en sí”, lo que implica que hasta ese momento estuvo “fuera de sí”. Y volvió a casa, y su padre le estaba esperando en el mismo lugar donde el hijo le había dejado: en la puerta de su casa.

      He recordado esa emocionante historia porque con ella Jesús enseñó, y sigue enseñando, que «hay gozo en los Cielos por un pecador que se arrepiente»: el gozo de Dios, que está en el mismo lugar donde le dejamos. Saber que hay un Padre que nos espera si queremos volver a Casa es una buena noticia, ¿no?

        16/12/09

        Las buenas noticias



        Mi entorno familiar y mis amigos andan contentísimos por los efectos positivos que el doctor Sheng está consiguiendo con su acupuntura: mis dolores de los hombros y mi sordera están desapareciendo “aguja a aguja”. Las buenas noticias deben compartirse para bien de quienes nos quieren.

        Esta experiencia de compartir con los demás lo bueno que me está sucediendo me ha llevado a recordar la de aquellos cuatro enfermos de lepra a quienes, como establecía la ley, les estaba vedado entrar en su ciudad, Samaria, para evitar que nadie pudiera contaminarse con aquellas llagas que en la mente de entonces eran, además, señal de reprobación divina. La ciudad llevaba tanto tiempo sitiada por el rey de Siria con sus ejércitos que la hambruna estaba produciendo escenas desgarradoras.

        Los cuatro enfermos, al otro lado de las murallas, se plantearon dónde sería menos trágico morir, y tomaron la decisión de irse al campamento enemigo para ver qué les pasaba. Cuando llegaron, no había nadie. El relato bíblico explica que, anocheciendo, un gran estruendo de carros, ruido de caballos y estrépito de gran ejército les había hecho huir con la convicción de que le rey de Israel había conseguido ayuda de otros reyes. Como en su huida lo habían abandonado todo, los leprosos se afanaron en llevarse y esconder cuanto pudieron. Pero, “se dijeron el uno al otro: No estamos haciendo bien. Hoy es día de buena nueva, y nosotros callamos”. Armados de este sentimiento se acercaron a las murallas y explicaron lo que había pasado. Después de algunas dudas, el rey decidió hacerles caso, y la ciudad entera recibió los beneficios de aquella singular experiencia de aquellos cuatros “reprobados” que les llevaron la buena noticia.

        Pues, eso: las buenas noticias deben compartirse, para que los demás se beneficien del bien que recibimos. “También las malas”, puede decir alguien. Pues, sí; también. Y es que si las alegrías compartidas son más alegría, las penas compartidas son menos penas.

          15/12/09

          Contraste doloroso



          Les he observado esta misma mañana, mientras mi esposa compraba unas flores para nuestra hija mayor en el puesto que todos los sábados instala delante del Mercado una familia de floricultores. Ella, menuda y algo encogida, enseña el platillo a cuantos pasan lo suficientemente cerca; él toca un desvencijado acordeón. Estamos metidos ya en Fiestas, pero la imagen de esta pareja no es festiva, sino triste, casi dolorosa.

          Y es que, de repente, el acordeonista arranca con aquel “¡Y viva España!”, que termina con “¡España es lo mejor!”, o algo así. Y no he podido ya desentenderme de la pregunta: ¿Para quiénes es hoy mejor España? Para esta pareja, no. Alguien puede suponer, si le resulta reconfortante, que quizás en su país de origen vivían peor. A mí, esta vez, no me vale.

          Hace muchos años, la familia Escobar se vino a Barcelona desde su Almería natal. Como tantos otros inmigrantes, Manolo y sus hermanos trabajaron de lo lindo para salir adelante. Lo suyo era el cante, y a él querían dedicarse. Lo recuerdo porque las primeras clases de guitarra que recibieron se las impartió el tío de mi esposa; sí, aquel sevillano de risa guasona que se metía conmigo cuando subía al piso a acompañarla. Luego, él les dijo que no podía ni quería seguir con las clases, porque a ellos les gustaba golpear la guitarra; y él era un purista.

          A Manolo y sus hermanos les fue bien. Trabajaron mucho para llegar hasta donde llegaron. Así que, cuando cantaban aquello de “¡España es lo mejor!”, tenían sus razones para hacerlo. Pero me temo que el acordeonista y su compañera han llegado a nuestro territorio en tiempos muy distintos. Y comprando, y viendo comprar tanto a tantos, no puedo sustraerme -¿acaso podría, si lo quisiera?- a la pregunta: ¿Para quiénes es hoy España lo mejor?

            11/12/09

            Otras interrupciones



            Si la palabra “aborto” molesta por agresiva, la cambiamos por “interrupción libre del embarazo”, enfatizando, claro, lo de “libre”. ¿No es acaso una evidencia más de que, ley a ley, nos vamos liberando de compromisos morales y éticos propios de tiempos pasados?

            Sí, interrupción libre del embarazo; vale. Pero, ¿qué se está interrumpiendo libremente? Pues, entre millones de otras cosas, se está interrumpiendo una vida humana; se está interrumpiendo que, un día, esa persona se comiera un paquete de pipas sentado al lado de su mejor amigo, o que comprara una rosa para esa chica que conoció la otra tarde. Se está abortando –esa palabra que duele- que esa persona contemple un paisaje estremecedor, escuche una música envolvente o cante, baile, salte, grite; se conmueva de amor y por amor. También se interrumpe su posibilidad de llorar, ¡esa experiencia tan humana y divina! Eso sí, quede claro, todas esas posibilidades se interrumpen porque quienes pusieron en marcha el proceso natural para que pudieran ocurrir lo han decidido en el ejercicio de su soberanía. ¿Cuán libre es quien, las más de las veces, actúa bajo los impulsos del alcohol o las drogas?

            Y, digo, ¿qué tal otras interrupciones voluntarias? ¿Por qué no interrumpir esa enseñanza malsana de ciertos educadores de que la genitalidad es lo mismo que la sexualidad, de que el placer por el placer es saludable, y ocultarles que es sólo una caricatura del placer por amor? ¿Por qué no interrumpir tanto erotismo y pornografía en los medios que los niños y los adolescentes ven todos los días en todas partes? ¿Por qué no interrumpir tanta publicidad sucia y denigrante en la prensa, y tanta guasa en los medios porque famosos y famosetes se separan, como si se tratara de un triunfo del amor? En fin, ¿por qué no interrumpir todas aquellas cosas que están llevando al aborto?

            Lo veo difícil, porque me parece que, voluntariamente, nadie de los que podrían hacerlo lo hará. Significaría, para ellos, abortar pingües beneficios; sucios, pero cuantiosos. Los filiembusteros de turno seguirán asaltando conciencias al grito de “¡Al abortaje!”, sin que les importe un bledo que un día aquella muchacha que debió nacer besara a su amado o aquel que debió nacer estrenara sus primeros pantalones.

            ¡Menudo “botín” se llevan esos malvados a su negra Isla de la Tortuga!

              7/12/09

              “Entente cordiale”



              En cuanto les veíamos aparecer por la esquina de la calle, nos preparábamos para la batalla. Les estoy viendo: caminan lentamente, un tanto doblados por el peso de la enorme manguera de riego que llevan entre los dos, que a nosotros se nos antojaba una especie de gigantesca serpiente de caucho y hierro.

              En cuanto la conectaban en la boca de riego, se iniciaba el ritual. Gritábamos: «La xeringa curta, que no hi arriba!»*. Llamábamos “xeringa” a la manguera dándole un doble sentido que les provocara, ya me entendéis. Lo conseguíamos casi siempre. A pesar de lo gravosa que debía de ser su tarea, levantaban la “xeringa” y nos lanzaban el agua a toda presión. ¡Era divertidísimo! Simulábamos que eran incapaces de mojarnos; pero, finalmente, aquellas lluvias benéficas nos calaban hasta los huesos, porque de eso se trataba. Lo sabían ellos y lo sabíamos nosotros.

              Ahora se riega por aspersión o con máquinas, y los que las manejan no parecen agotarse demasiado; pero aquellos “porteadores” de serpientes de caucho y hierro eran, como tantos otros en aquellos años, empleados municipales de una pieza. Me hace bien pensar que, en algún sentido, nuestras escaramuzas les hacían menos gravoso su trabajo, siquiera fuera por unos minutos. Era un entrañable “entente cordiale”.


              * «¡La manguera corta, que no llega!»

                  3/12/09

                  Pillados “in fraganti”



                  No nos habíamos dado cuenta de que nos estaba siguiendo de cerca con su cámara preparada para disparar. Cuando nos giramos y le descubrimos, ya era tarde: aquel paparazzi del tres al cuarto nos había cazado “in fraganti”. Ser acercó sonriendo y nos amenazó: «Le enseñaré la foto a tus tíos», le dijo a mi novia.

                  No temblamos mucho, la verdad. Su tío –el de mi novia, no el del pelmazo que nos había hecho la foto– era sevillano por los cuatro costaos y tocaba muy bien la guitarra. Yo subía al piso para oírle cuando la acompañaba, y él, con una sonrisa de guasón andaluz que no olvidaré jamás, me decía: «Sí; a oírme tocar vienes tú».

                  Mi novia era muy joven: todavía llevaba calcetines: En honor a la verdad debo confesar que, aunque ambos ya teníamos decidido que un día nos casaríamos, por aquel entonces éramos, más que novios, amigos en proceso de conocerse. Novios de los de antes, claro; de los que no salían de paseo sin “carabina”.

                  Pero aquella tarde, aquel tramposo nos pilló desprevenidos y nos fotografíó cogidos de la mano. Ahora, después de seis años de noviazgo y cuarenta y siete de matrimonio, recuerdo la cara de sorpresa que se nos quedó aquel día. Por cierto, nuestro amigo –que lo sigue siendo, pese a todo- nunca les enseñó la foto a los tíos. La tenemos nosotros. ¡Estamos tan bonitos cogidos de la mano!

                    1/12/09

                    Los bocaditos del Taxidermista



                    Mis antecedentes familiares por parte de madre están relacionados con la farándula, sobre todo con la zarzuela y el sainete. Si será así, que yo mismo me recuerdo representando a un “pastoret”, luciendo pantalones negros, camisa blanca, faja roja y “barretina”, semiescondido en una esquina del escenario: ¡qué vergüenza me daba que me viera tanto personal que yo no podía ver porque las candilejas me deslumbraban!

                    Mi tío Antonio era un cómico muy reconocido: conservo fotos y recortes de prensa que lo atestiguan. Vivía con su familia en la calle del Tigre, casi un estrecho y oscuro pasillo de la Barcelona antigua. En la esquina con la Plaza Real estaba la enorme tienda del Taxidermista. Cuando visitábamos a mis tíos, me quedaba todo el tiempo que me dejaban mis mayores pegado a los cristales de sus enormes escaparates. Todavía me parece estar viendo a aquel enorme oso, y al león, y al lobo y a la zorra, y a muchas aves. Estaban tan bien disecados que parecían desafiarte. Cuando pasé por allí años después todo aparecía muy abandonado y polvoriento: eso que los puristas llaman “la pátina del tiempo”.

                    Después de varios años he vuelto al lugar, y ahora aquel local lo ocupa un restaurante que conserva el nombre “Taxidermista”. Ni entré cuando estaba lleno de animales ni he entrado ahora, aunque tal vez lo haga algún día, a modo de catarsis. En un letrero situado en la entrada ofrecen, entre otras especialidades, “bocaditos”: los bocaditos del Taxidermista. Y a mí me dio por reír al leerlo. Seguro que son muy buenos, pero a mí eso de los bocaditos me recordó aquellas fauces amenazadoras que me tenían enganchado… a este lado del escaparate, claro.

                    Ya os he confesado que mis antecedentes familiares son muy teatreros…