La he contemplado desde el cielo. Gracias a que los ciclistas del “Tour” pasaron por Barcelona, la televisión me ofreció una panorámica excelente de la fuente de Montjuic, mi querida fuente. ¡Gracias, generoso helicóptero!
Ahora, como cada verano, miles y miles de personas de todas las edades y lugares se sentarán en las escalinatas que suben hasta el Palacio para contemplarla luciendo sus formas, sus colores y sus sonidos, ¡la muy descocada!
Yo la conozco más íntimamente y desde hace muchos años. Cuando aún no lucía tan espléndida, mis primos y yo nos acercábamos cautelosamente a ella las noches calurosas, nos quitábamos la ropa y nos sumergíamos en su agüita fresca. ¡Qué delicia! Nos turnábamos para avisar si se acercaba alguno de los “guris” –así los llamábamos- encargados de vigilar el parque. Cuando sonaba la voz de alarma, corríamos desnudos con el atillo de ropa, por temor a que fuéramos a parar en la cercana comisaría tal como vinimos al mundo. Con los años, creo que ninguno de aquellos guris tuvo jamás la intención de fastidiarnos la noche; pero el susto nos espoleaba a volver otra noche y sentir en nuestro cuerpo aquella agüita fresca, robada en tiempos de crisis.
En nuestro descargo, por si hiciera falta, cabe explicar que en aquellos años de la posguerra la mayoría de los chavales no teníamos cuarto de baño en casa. Para ducharnos había que pagar en los baños públicos de la cercana Plaza de España, y tampoco nos sobraba el dinero: era mejor reservar los pocos céntimos que nos daban para asistir a una sesión doble de cine comiendo algarrobas y altramuces.
Uno de estos días iré a saludarla. ¿Se acordará ella de mí como yo de ella? Sé que sonreiré feliz cuando, agitada por el viento, su agüita fresca me bese la cara. Y, ¿sabéis?, las personas que estén allí no sabrán nada de nuestro secreto amor de verano.
Ahora, como cada verano, miles y miles de personas de todas las edades y lugares se sentarán en las escalinatas que suben hasta el Palacio para contemplarla luciendo sus formas, sus colores y sus sonidos, ¡la muy descocada!
Yo la conozco más íntimamente y desde hace muchos años. Cuando aún no lucía tan espléndida, mis primos y yo nos acercábamos cautelosamente a ella las noches calurosas, nos quitábamos la ropa y nos sumergíamos en su agüita fresca. ¡Qué delicia! Nos turnábamos para avisar si se acercaba alguno de los “guris” –así los llamábamos- encargados de vigilar el parque. Cuando sonaba la voz de alarma, corríamos desnudos con el atillo de ropa, por temor a que fuéramos a parar en la cercana comisaría tal como vinimos al mundo. Con los años, creo que ninguno de aquellos guris tuvo jamás la intención de fastidiarnos la noche; pero el susto nos espoleaba a volver otra noche y sentir en nuestro cuerpo aquella agüita fresca, robada en tiempos de crisis.
En nuestro descargo, por si hiciera falta, cabe explicar que en aquellos años de la posguerra la mayoría de los chavales no teníamos cuarto de baño en casa. Para ducharnos había que pagar en los baños públicos de la cercana Plaza de España, y tampoco nos sobraba el dinero: era mejor reservar los pocos céntimos que nos daban para asistir a una sesión doble de cine comiendo algarrobas y altramuces.
Uno de estos días iré a saludarla. ¿Se acordará ella de mí como yo de ella? Sé que sonreiré feliz cuando, agitada por el viento, su agüita fresca me bese la cara. Y, ¿sabéis?, las personas que estén allí no sabrán nada de nuestro secreto amor de verano.