15/12/08

¡Qué palo a la altanería religiosa!


Ayer, durante la lectura que alguien hizo de un pasaje del libro del profeta Malaquías, me vi sorprendido –¿torpedeado, quizá?- por estas palabras: “En todas las naciones del mundo se me honra, en todas partes queman incienso en mi honor y me hacen ofrendas dignas. En cambio, vosotros me ofendéis, porque pensáis que mi altar, que es mi mesa, puede ser despreciado, y que es despreciable la comida que hay en él”. Como suelen exclamar algunos jóvenes: ¡Qué palo! Y es que aquellos indignos sacerdotes habían decidido ofrecerle a Dios lo que no le era propio; de ese modo, mientras seguían presumiendo de talante piadoso frente al pueblo, robaban cuanto les era posible.

Malaquías les espetó esta divina protesta a los sacerdotes de Israel, allá por el año 520 aC. No nos queda tan lejos, pese a los siglos transcurridos, eso de los altares, sacrificios e inciensos que no pueden agradar a Dios, porque las vidas de quienes los ofrecemos tal vez se han apartado de sus caminos: la justicia, el respeto y todos esos derechos que, ahora hace sesenta años, fueron presentados como una gran Declaración de Derechos Humanos, y que una lectura sin prejuicios de la Biblia aceptaría que son parte sustancial de los Derechos Divinos que Dios quiere para nosotros. Que no lo estamos consiguiendo es evidente, y por eso la altanería religiosa, cualquiera de ellas, seguirá recibiendo palos divinos, que quizá pueden parecer menos dolorosos pero que, a la larga, pretenden hacer todo el daño necesario para obligarnos a cambiar nuestros esquemas. Y es que lo que se les niega o se les roba a los pobres, también se le niega y se le roba a Dios. Y todavía más si quienes lo hacen pretenden estar sirviéndole.

Volviendo a lo de que “en todas las naciones del mundo” se honra a Dios y que “en todas partes queman incienso” en su honor y le hacen “ofrendas dignas”, se ve uno en la coyuntura de asumir algo de lo que no se habla hoy en los ambientes cristianos; es decir, Dios acepta el homenaje que le brindan otros pueblos que, en principio, no son el suyo. Esta verdad hace temblar los cimientos de la altanería religiosa.

Alguien pudiera ahora salir con aquella afirmación defensiva: “¿Estás diciendo que todas las religiones son iguales? O, peor aún, ¿estás insinuando que hay religiones que son mejores que la cristiana?” En primer lugar, yo no digo nada de esto; sólo cito al profeta Malaquías. Si alguien se equivocó, fue él. No puedo creer que haya religiones mejores que la cristiana, porque no me agrada pensar en nuestra fe como una religión, que, además, ha asimilado tanto de todo aquello de lo que Dios se quejaba en aquellos siglos. Dios tiene buenas razones para seguir protestando contra su pueblo.

Lo que me sorprende es lo rápidamente que somos capaces de motejar de infieles a cuantos no han alcanzado el conocimiento que decimos poseer nosotros. Y eso, lo digo con total convicción, no agrada a quien se conoce a sí mismo como Señor de todos los pueblos de la tierra. Él, y no nosotros, conoce las intenciones del corazón humano. El hecho de haber elegido a los descendientes de Abraham como pueblo y haberles legislado unas leyes tan especiales para la convivencia, no elimina el interés y el cuidado del Creador sobre todas sus criaturas. Y el hecho de su venida al mundo, para resolver el problema del pecado de todos --¡de todos!— por medio de su muerte, y la victoria para todos --¡para todos!— por su resurrección, no puede anular su amor inalterable por cada uno de los seres que poblamos nuestro planeta.

Y si esto es así, y yo creo que lo es, entonces no debiera sorprenderme que Dios sepa distinguir entre los errores –a veces escandalosos- de las religiones y la sinceridad de aquellos corazones que forman parte de ellas. No debemos imputarle a Dios nuestra incapacidad para ver el Bien donde quiera se manifieste: sea en una perdida tribu de cualquier desierto o selva, o sea en cualquiera de las manifestaciones más o menos piadosas de nuestro mundo cristiano. Porque, además, como dijera Jesús, lo que Dios busca es adoradores que le adoren en espíritu y en verdad, porque de ellos se agrada. La verdad y la espiritualidad son, también, valores humanos que Dios reconoce donde quiera que haya que reconocerlo.

Si yo estuviera leyendo estas cosas escritas por otra persona, estaría un tanto escandalizado y me preguntaría, seguramente, si ese supuesto cristiano está diciendo que no hay que predicar el Evangelio ya que a cada cual le vale la fe que tiene. Y de inmediato, como hago ahora, me diría a mí mismo: “No seas percebe: las cosas no van por ahí. Si acaso, están escritas para recordarnos que entre los seres humanos los hay que son ‘buena tierra’ para recibir ese mensaje, que es la palabra definitiva y salvadora de Dios. Y mi obligación es compartirla con ellos; eso sí, con sencillez y sin altanería; con el mismo respeto que Dios tiene por cada uno de nosotros”.

¡Qué palo! Eso sí, pretende ser un palosanto.


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