Tendría yo poco más de tres años, pero no he olvidado lo que sucedió aquella noche. Como tantas otras veces, las sirenas nos habían alertado de que se acercaban de nuevo los bombarderos. Mi madre, diminuta ella, me envolvió en aquel gran mantón de lana y salimos corriendo escaleras abajo hacia el refugio que habían habilitado en una de las esquinas de nuestra calle. Seguramente, ya habíamos superado la segunda planta cuando los pies de mi madre se trabaron con el mantón y comenzamos a caer por aquella empinadísima escalera. ¡Parece que sucedió anoche! De repente, quedamos frenados, y oímos la voz de aquel ángel llamado Genoveva, que nos acababa de detener con su cuerpo. No la habíamos visto, pero estaba allí en el momento exacto en que la necesitábamos, y con aquella complexión física suficiente para salvarnos. Si aquella entrañable vecina del 2º 1ª hubiera sido como mi madre, la habríamos arrastrado en nuestra caída.
La recuerdo como una mujer buena, que solía regañarme cuando le parecía que estaba haciendo algo que no era correcto, y que seguramente no lo era. “No bajes las escaleras a saltos, que un día te vas a matar”, me dijo durante bastantes años. Aquella noche de los bombardeos, mi madre y yo sobrevivimos a esa “guerra de los miedos” gracias a ella.
Ahora no le hemos de tener miedo a las sirenas que ululan por las noches para que nos refugiemos bajo tierra; y me alegro de que sea así, como todos los abuelitos y abuelitas que experimentamos esos y otros daños colaterales de la guerra. Pero me quedan algunas imágenes sugerentes de aquella experiencia: la más destacada, que aquel ángel estuviera allí en aquel momento.
¡Qué bueno que, cuando haya que ir por la vida demasiado deprisa y esté demasiado oscuro, podamos contar con que alguien esté lo suficientemente cerca para detenernos! ¿Sabéis una cosa? Me gustaría ser un ángel como Genoveva, aunque las bombas de hoy sean otras bombas y los refugios otros refugios.
La recuerdo como una mujer buena, que solía regañarme cuando le parecía que estaba haciendo algo que no era correcto, y que seguramente no lo era. “No bajes las escaleras a saltos, que un día te vas a matar”, me dijo durante bastantes años. Aquella noche de los bombardeos, mi madre y yo sobrevivimos a esa “guerra de los miedos” gracias a ella.
Ahora no le hemos de tener miedo a las sirenas que ululan por las noches para que nos refugiemos bajo tierra; y me alegro de que sea así, como todos los abuelitos y abuelitas que experimentamos esos y otros daños colaterales de la guerra. Pero me quedan algunas imágenes sugerentes de aquella experiencia: la más destacada, que aquel ángel estuviera allí en aquel momento.
¡Qué bueno que, cuando haya que ir por la vida demasiado deprisa y esté demasiado oscuro, podamos contar con que alguien esté lo suficientemente cerca para detenernos! ¿Sabéis una cosa? Me gustaría ser un ángel como Genoveva, aunque las bombas de hoy sean otras bombas y los refugios otros refugios.
4 comentarios:
¡Me encató! Querido, abuelo y ¿en cuántas ocasiones no habrás sido tú Genoveva? Sólo por estar, por escuchar, comprender, aceptar... y cómo no, por escribir.
Estoy segura que en más ocasiones de las que crees, abuelo, has sido tú ese ángel.
Gracias por estas historias y por cómo las cuentas.
Querido teniente: Tu comentario es de los que alegran el corazón, y a los abuelitos nos es muy necesario tenerlo alegre: sobre todo, porque es la mejor manera de alegrar a los demás. Gracias.
No me acarrea estrés alguno contestar a tu generoso comentario. Te confesaré una cosa: Me gusta pensar que todos tenemos alma de Genoveva, pero no siempre la oportunidad de comprobarlo. Dios bendiga tu generosidad, aunque ser generoso ya es una bendición. Gracias.
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