“Un regalo no obliga a nada. Se da sin condiciones.” Me parece una frase exacta. Si regalas alguna cosa a una persona obligándola a responder a tu regalo, entonces ya no es un regalo: es, como mucho, un trueque.
Como en estas fiestas nos agrada regalar y que nos regalen, es una buena oportunidad para reflexionar si nuestras motivaciones son correctas o no. Por ejemplo, cuando le dices a un niño que le regalas lo que estaba esperando y añades que lo haces para que estudie más, ¿puede él entender que es un regalo? Un premio, tal vez; pero un regalo… Menos incluso, supongo, si lo que regalamos es lo que nosotros pensamos que debe tener esa persona, y no lo que a esa persona le gustaría tener. ¿Quién o qué nos influye a la hora de regalar?
Bastantes sociólogos nos vienen alertando de la malsana costumbre de querer comprar el aprecio de los demás con algún regalo, y, claro, suele imponerse el criterio de que cuanto más costoso es el regalo más merecemos el reconocimiento. Todos sabemos que las cosas no son como las cuentan los medios, porque hemos experimentado que una palabra oportuna o un abrazo han constituido por sí mismos el mejor de los regalos que se nos podía hacer.
Dicen quienes pueden y saben hacerlo que los regalos son ofrecidos a veces como sustitutos de nosotros mismos. ¿Qué se busca cuando se les compra a los niños los últimos y costosos juguetes, aun sabiendo que a los pocos días no les harán caso alguno?
¿Quién no ha observado a uno de ellos divirtiéndose con la caja y el papel de envoltorio?
Los niños quieren jugar con nosotros, y los que no queremos perdernos las ilusiones de la vida, también. Los regalos que debemos hacernos son de poco coste pero muy valiosos. Y lo sabemos.
Dios nos ha enseñado cómo hacerlo. La religión tiene mucho de trueque: Dios me da, yo le doy; yo le doy, Dios me da, y así… Pero Dios nos ha dado a su Hijo sin pedir nada a cambio: sólo que aceptemos el regalo, porque con él nos está diciendo cuánto nos ama. Si se me permite decirlo, el Señor quiere que juguemos con Él al Juego del Amor genuino, el único que puede de veras colmar los anhelos más íntimos de nuestro corazón. Si Dios no es capaz de ganarnos con su amor, ya no tiene otro regalo mejor que ofrecernos. Por eso, aunque Dios no nos pida nada, sería hermoso que nos acercáramos al Niño que ha nacido para ofrecerle lo mejor de nosotros mismos. Para eso no hace falta ser un rey mago, basta con ser consecuente con uno mismo.
Como en estas fiestas nos agrada regalar y que nos regalen, es una buena oportunidad para reflexionar si nuestras motivaciones son correctas o no. Por ejemplo, cuando le dices a un niño que le regalas lo que estaba esperando y añades que lo haces para que estudie más, ¿puede él entender que es un regalo? Un premio, tal vez; pero un regalo… Menos incluso, supongo, si lo que regalamos es lo que nosotros pensamos que debe tener esa persona, y no lo que a esa persona le gustaría tener. ¿Quién o qué nos influye a la hora de regalar?
Bastantes sociólogos nos vienen alertando de la malsana costumbre de querer comprar el aprecio de los demás con algún regalo, y, claro, suele imponerse el criterio de que cuanto más costoso es el regalo más merecemos el reconocimiento. Todos sabemos que las cosas no son como las cuentan los medios, porque hemos experimentado que una palabra oportuna o un abrazo han constituido por sí mismos el mejor de los regalos que se nos podía hacer.
Dicen quienes pueden y saben hacerlo que los regalos son ofrecidos a veces como sustitutos de nosotros mismos. ¿Qué se busca cuando se les compra a los niños los últimos y costosos juguetes, aun sabiendo que a los pocos días no les harán caso alguno?
¿Quién no ha observado a uno de ellos divirtiéndose con la caja y el papel de envoltorio?
Los niños quieren jugar con nosotros, y los que no queremos perdernos las ilusiones de la vida, también. Los regalos que debemos hacernos son de poco coste pero muy valiosos. Y lo sabemos.
Dios nos ha enseñado cómo hacerlo. La religión tiene mucho de trueque: Dios me da, yo le doy; yo le doy, Dios me da, y así… Pero Dios nos ha dado a su Hijo sin pedir nada a cambio: sólo que aceptemos el regalo, porque con él nos está diciendo cuánto nos ama. Si se me permite decirlo, el Señor quiere que juguemos con Él al Juego del Amor genuino, el único que puede de veras colmar los anhelos más íntimos de nuestro corazón. Si Dios no es capaz de ganarnos con su amor, ya no tiene otro regalo mejor que ofrecernos. Por eso, aunque Dios no nos pida nada, sería hermoso que nos acercáramos al Niño que ha nacido para ofrecerle lo mejor de nosotros mismos. Para eso no hace falta ser un rey mago, basta con ser consecuente con uno mismo.
2 comentarios:
Bonito regalo, abuelo.
Es muy bonito que le digan a uno que es bonito lo que escribe, precisamente porque la ingratitud es una de las lacras de nuestro tiempo... o quizá de todos los tiempos. Gracias.
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