Durante muchos años estuve entendiendo el mensaje angélico a los pastores, en aquella noche de la primera Navidad, del siguiente modo: “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Más recientemente, he ido comprobando que el texto del Evangelio de Lucas no dice exactamente eso; y es que, si nos acercamos a la Biblia con ideas a priori, cabe que caigamos en errores como éste, que son algo más que gramaticales.
El texto, escrito originalmente en griego y que recoge el testimonio de los que vivieron esos momentos en primera persona y que fue transmitido oralmente a las comunidades cristianas desde el principio, debiera leerse mejor: “Y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres”, o incluso: “para los que gozan de su buena voluntad”, o también: “paz entre los hombres que gozan de su favor”. Cualquiera de estas traducciones deja bien sentada la idea de que la paz viene de Cielo, del Dios de la Paz.
Los ángeles, pues, no estaban anunciando una paz que nosotros seamos capaces de establecer en la Tierra, sino de una paz que llegaba a la Tierra en la persona del Hijo de Dios nacido como hombre. Una paz que le costó a Él librar la definitiva batalla de la Cruz y de la muerte. Y la consiguió un Hombre, eso sí: el Hijo del Hombre, como a Él le gustaba ser conocido. Es ésta una paz, leemos en otro lugar de la Biblia, que está por encima de todo cuanto seamos capaces de pensar los seres humanos.
Ahora, temo que pudiera yo incurrir también en el error de hacer una lectura parcial de este mensaje angélico, si no tomo en cuenta otros aspectos de la verdad que proclama. Intentaré explicarme: Hay personas que creen que en la Tierra no existen hombres –ni mujeres- de buena voluntad y que, por tanto, la paz que todos deseamos no podrá ser jamás el resultado de la gestión humana. Tienen razón. También para la paz necesitamos a Dios. Entre nosotros, la paz –lo dijo algún cínico- suele ser el intervalo entre dos guerras. Por mucho que se nos llene estos días la boca con deseos de paz -porque realmente es lo que deseamos para cuantos amamos, e incluso para quienes nos odian: si tuvieran paz, dejarían de odiarnos-, seguimos metidos en múltiples confrontaciones que traen dolor y muerte a quienes las viven, y tristeza y sentimiento de impotencia a quienes seguimos siendo capaces de llorar con los que lloran.
Creo que en la Tierra viven y mueren muchos que tienen buena voluntad, aunque no les valga para mucho. Decir otra cosa, y se dice, es para mí tanto como negar el impacto del Evangelio de Jesús de Nazaret en millones y millones de seres humanos y en las culturas que éstos hemos originado. Que ahora se le quiera negar el paz y la sal a ese triunfo de la fe y de la esperanza no le resta nada a su grandeza; si acaso, se la resta a quienes pretenden hacernos creer que ha sido el ser humano quien lo ha logrado por sí mismo y sin que Dios –si es que existe, dicen- haya tenido que ver ni hacer nada. Nos valemos a nosotros mismos. Es verdad, pero ¿para qué nos valemos, si todo en nuestro entorno nos muestra cuán desvalidos estamos?
Me gusta pensar que es hacia esas personas de buena voluntad a quienes también va dirigido el mensaje de los ángeles. Son como aquellas ovejas que el Señor conoce y que oirán su voz y le seguirán, o aquella “buena tierra” de la parábola del sembrador, que dan fruto a su tiempo porque han acogido la Palabra en lo más íntimo de sus corazones. Esa es la buena voluntad que Dios espera de sus criaturas: el deseo de experimentar la vida y la paz auténticas que nos ofrece.
La voluntad de Dios es que todos tengamos paz con Él y entre nosotros; es nuestra voluntad, que Dios respeta, la que marca la diferencia. Paz en la tierra para los que gozan de ese regalo que Dios ofrece a todos: anticipo hermoso y esperanzador del día cuando la Paz y la Justicia gobiernen a toda la humanidad. Si la paz es para los que Dios ama, entonces no cabe duda de que es para todos, ya que a todos nos ama. Y no hemos de ganarnos su amor con el nuestro; más bien, el que podemos mostrarle es un eco del suyo. Paz en la tierra, ¿para quién? Para ti, si la quieres: si tienes la mínima voluntad de pedírsela.
Y a trabajar por la paz. Jesús dijo que son bienaventurados los pacificadores: los que aman la paz y la buscan, los que la entienden y la extienden, los que sellan las voces de los señores de la guerra y convierten sus armas en instrumentos de labranza. Donde hay personas de buena voluntad que trabajan por la paz para todos, Dios está de su parte. Y puede llegar a ser sorprendente encontrarlas en lugares donde era impensable y, al mismo tiempo, comprobar con tristeza que no están donde debiera encontrárselas. Y es que, también en esto de la paz, cada cual dará a Dios cuenta de sí mismo.
El texto, escrito originalmente en griego y que recoge el testimonio de los que vivieron esos momentos en primera persona y que fue transmitido oralmente a las comunidades cristianas desde el principio, debiera leerse mejor: “Y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres”, o incluso: “para los que gozan de su buena voluntad”, o también: “paz entre los hombres que gozan de su favor”. Cualquiera de estas traducciones deja bien sentada la idea de que la paz viene de Cielo, del Dios de la Paz.
Los ángeles, pues, no estaban anunciando una paz que nosotros seamos capaces de establecer en la Tierra, sino de una paz que llegaba a la Tierra en la persona del Hijo de Dios nacido como hombre. Una paz que le costó a Él librar la definitiva batalla de la Cruz y de la muerte. Y la consiguió un Hombre, eso sí: el Hijo del Hombre, como a Él le gustaba ser conocido. Es ésta una paz, leemos en otro lugar de la Biblia, que está por encima de todo cuanto seamos capaces de pensar los seres humanos.
Ahora, temo que pudiera yo incurrir también en el error de hacer una lectura parcial de este mensaje angélico, si no tomo en cuenta otros aspectos de la verdad que proclama. Intentaré explicarme: Hay personas que creen que en la Tierra no existen hombres –ni mujeres- de buena voluntad y que, por tanto, la paz que todos deseamos no podrá ser jamás el resultado de la gestión humana. Tienen razón. También para la paz necesitamos a Dios. Entre nosotros, la paz –lo dijo algún cínico- suele ser el intervalo entre dos guerras. Por mucho que se nos llene estos días la boca con deseos de paz -porque realmente es lo que deseamos para cuantos amamos, e incluso para quienes nos odian: si tuvieran paz, dejarían de odiarnos-, seguimos metidos en múltiples confrontaciones que traen dolor y muerte a quienes las viven, y tristeza y sentimiento de impotencia a quienes seguimos siendo capaces de llorar con los que lloran.
Creo que en la Tierra viven y mueren muchos que tienen buena voluntad, aunque no les valga para mucho. Decir otra cosa, y se dice, es para mí tanto como negar el impacto del Evangelio de Jesús de Nazaret en millones y millones de seres humanos y en las culturas que éstos hemos originado. Que ahora se le quiera negar el paz y la sal a ese triunfo de la fe y de la esperanza no le resta nada a su grandeza; si acaso, se la resta a quienes pretenden hacernos creer que ha sido el ser humano quien lo ha logrado por sí mismo y sin que Dios –si es que existe, dicen- haya tenido que ver ni hacer nada. Nos valemos a nosotros mismos. Es verdad, pero ¿para qué nos valemos, si todo en nuestro entorno nos muestra cuán desvalidos estamos?
Me gusta pensar que es hacia esas personas de buena voluntad a quienes también va dirigido el mensaje de los ángeles. Son como aquellas ovejas que el Señor conoce y que oirán su voz y le seguirán, o aquella “buena tierra” de la parábola del sembrador, que dan fruto a su tiempo porque han acogido la Palabra en lo más íntimo de sus corazones. Esa es la buena voluntad que Dios espera de sus criaturas: el deseo de experimentar la vida y la paz auténticas que nos ofrece.
La voluntad de Dios es que todos tengamos paz con Él y entre nosotros; es nuestra voluntad, que Dios respeta, la que marca la diferencia. Paz en la tierra para los que gozan de ese regalo que Dios ofrece a todos: anticipo hermoso y esperanzador del día cuando la Paz y la Justicia gobiernen a toda la humanidad. Si la paz es para los que Dios ama, entonces no cabe duda de que es para todos, ya que a todos nos ama. Y no hemos de ganarnos su amor con el nuestro; más bien, el que podemos mostrarle es un eco del suyo. Paz en la tierra, ¿para quién? Para ti, si la quieres: si tienes la mínima voluntad de pedírsela.
Y a trabajar por la paz. Jesús dijo que son bienaventurados los pacificadores: los que aman la paz y la buscan, los que la entienden y la extienden, los que sellan las voces de los señores de la guerra y convierten sus armas en instrumentos de labranza. Donde hay personas de buena voluntad que trabajan por la paz para todos, Dios está de su parte. Y puede llegar a ser sorprendente encontrarlas en lugares donde era impensable y, al mismo tiempo, comprobar con tristeza que no están donde debiera encontrárselas. Y es que, también en esto de la paz, cada cual dará a Dios cuenta de sí mismo.
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