En las sobremesas familiares de estas festividades, suelen compartirse recuerdos de personas queridas que ya no están con nosotros. En mi familia, siempre sale alguien hablando de la tita Lola, la entrañable tita Lola.
Llegó a Barcelona con su madre desde su Sevilla natal en aquellos años cuarenta en los que tantos andaluces llegaron para contribuir con su esfuerzo al desarrollo económico que se experimentó en Cataluña, y se instaló en un pequeño piso del Raval compartido con otras dos familias. Trabajó de limpiadora en Aduanas, dedicándose mayormente a limpiar barcos. Allí tuvo que aguantar algunos acosos por parte de marineros y guardias. Finalmente, entró a trabajar como hiladora en la fábrica Batlló, donde estuvo hasta que cerraron. En el terreno de lo textil, que tan fundamental fue para el desarrollo de aquellos años, los problemas fueron a más: eso de cerrar empresas nos viene de lejos. Volvió la tita Lola a sus tareas de limpiadora, y en ellas estuvo hasta su jubilación.
Por aquel entonces, ya había llegado de Sevilla su hermana mayor con sus tres hijos y una sobrina, hija de su hermano fallecido. Tenía ella seis años cuando desembarcaron de aquel carguero en el puerto de Barcelona. ¡Viaje inolvidable! Lo sé de primera mano, porque aquella encantadora chiquilla se convirtió en mi esposa y me lo ha contado más de una vez.
La tita Lola se hizo cargo de la pequeña y trabajó cuanto pudo y más para salir adelante. La abuela ya había fallecido. Tanto trabajo la fue desgastando, y su cuerpo se fue encogiendo y encorvando años tras año; pero su enorme corazón no se encogió hasta que vio a su niña casada y conoció a sus primeros sobrinos-nietos.
Su frase preferida cada vez que surgía alguna cosa que no le agradaba, y que resuena cada vez que la recordamos, era: «¡Me vais a quitar los días de la vida!»… y entonces sonreía y seguíamos adelante. Sus días de vida aquí se acabaron: se los arrebató la vida misma; y como yo no creo que en el Cielo haya que limpiar nada, debe de ser muy feliz.
Hasta siempre, entrañable tita Lola.
Llegó a Barcelona con su madre desde su Sevilla natal en aquellos años cuarenta en los que tantos andaluces llegaron para contribuir con su esfuerzo al desarrollo económico que se experimentó en Cataluña, y se instaló en un pequeño piso del Raval compartido con otras dos familias. Trabajó de limpiadora en Aduanas, dedicándose mayormente a limpiar barcos. Allí tuvo que aguantar algunos acosos por parte de marineros y guardias. Finalmente, entró a trabajar como hiladora en la fábrica Batlló, donde estuvo hasta que cerraron. En el terreno de lo textil, que tan fundamental fue para el desarrollo de aquellos años, los problemas fueron a más: eso de cerrar empresas nos viene de lejos. Volvió la tita Lola a sus tareas de limpiadora, y en ellas estuvo hasta su jubilación.
Por aquel entonces, ya había llegado de Sevilla su hermana mayor con sus tres hijos y una sobrina, hija de su hermano fallecido. Tenía ella seis años cuando desembarcaron de aquel carguero en el puerto de Barcelona. ¡Viaje inolvidable! Lo sé de primera mano, porque aquella encantadora chiquilla se convirtió en mi esposa y me lo ha contado más de una vez.
La tita Lola se hizo cargo de la pequeña y trabajó cuanto pudo y más para salir adelante. La abuela ya había fallecido. Tanto trabajo la fue desgastando, y su cuerpo se fue encogiendo y encorvando años tras año; pero su enorme corazón no se encogió hasta que vio a su niña casada y conoció a sus primeros sobrinos-nietos.
Su frase preferida cada vez que surgía alguna cosa que no le agradaba, y que resuena cada vez que la recordamos, era: «¡Me vais a quitar los días de la vida!»… y entonces sonreía y seguíamos adelante. Sus días de vida aquí se acabaron: se los arrebató la vida misma; y como yo no creo que en el Cielo haya que limpiar nada, debe de ser muy feliz.
Hasta siempre, entrañable tita Lola.