Hace unos días estuve conversando con un ecuatoriano que lleva varios años en España y todavía no ha podido resolver la cuestión laboral, que le permitiría regularizar su situación de “sin papeles”. Acababan de despedirle de su último trabajo “en negro” porque a su patrón le habían multado por haberle empleado. Sigue esperando…
Esa historia de trabajos “fuera de la normativa legal” me ha llevado a recordar mi pequeña batallita laboral. En la posguerra no se podía trabajar hasta haber cumplido los catorce años, aunque –como ahora- la realidad fuera otra: hay que tomar en cuenta que muchas familias obreras habían perdido al padre en la guerra, o después de la guerra; y no era fácil que las viudas salieran adelante si los hijos no empezaban a trabajar lo antes posible. Yo tenía trece años, todo un hombrecito, cuando comencé mi vida laboral en una fábrica de medias. Salía antes de las seis de la mañana de mi casa con mi fiambrera y me pasaba el día ante un enorme peine de agujas, esforzándome en que cada punto quedara en su sitio: el tejedor me largaba una buena bronca cuando una carrera en la media evidenciaba que me había saltado uno.
Pues bien; cuando llegaba el inspector de trabajo para tomar nota de si las cosas se hacían bien, me escondían en el lavabo de las mujeres: lo de “lavabo” es un eufemismo, porque en realidad era un cuartucho oscuro cuyo hedor casi puedo evocar ahora. Los lavabos de hombres y mujeres estaban en un patio trasero sucio de grasas y aceites, trapos, carretes y otros “artículos” propios de una fábrica de telares. En el lavabo de los hombres –más sucio todavía que el otro- no me podían esconder, por si al inspector de turno le asaltaba una necesidad.
Así que, cuando era un chaval, yo también fui un trabajador “en negro”: al cumplir los catorce comencé a cotizar, pero hasta ese día fui un “sin papeles” laboralmente hablando.
Esa historia de trabajos “fuera de la normativa legal” me ha llevado a recordar mi pequeña batallita laboral. En la posguerra no se podía trabajar hasta haber cumplido los catorce años, aunque –como ahora- la realidad fuera otra: hay que tomar en cuenta que muchas familias obreras habían perdido al padre en la guerra, o después de la guerra; y no era fácil que las viudas salieran adelante si los hijos no empezaban a trabajar lo antes posible. Yo tenía trece años, todo un hombrecito, cuando comencé mi vida laboral en una fábrica de medias. Salía antes de las seis de la mañana de mi casa con mi fiambrera y me pasaba el día ante un enorme peine de agujas, esforzándome en que cada punto quedara en su sitio: el tejedor me largaba una buena bronca cuando una carrera en la media evidenciaba que me había saltado uno.
Pues bien; cuando llegaba el inspector de trabajo para tomar nota de si las cosas se hacían bien, me escondían en el lavabo de las mujeres: lo de “lavabo” es un eufemismo, porque en realidad era un cuartucho oscuro cuyo hedor casi puedo evocar ahora. Los lavabos de hombres y mujeres estaban en un patio trasero sucio de grasas y aceites, trapos, carretes y otros “artículos” propios de una fábrica de telares. En el lavabo de los hombres –más sucio todavía que el otro- no me podían esconder, por si al inspector de turno le asaltaba una necesidad.
Así que, cuando era un chaval, yo también fui un trabajador “en negro”: al cumplir los catorce comencé a cotizar, pero hasta ese día fui un “sin papeles” laboralmente hablando.
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