En cuanto les veíamos aparecer por la esquina de la calle, nos preparábamos para la batalla. Les estoy viendo: caminan lentamente, un tanto doblados por el peso de la enorme manguera de riego que llevan entre los dos, que a nosotros se nos antojaba una especie de gigantesca serpiente de caucho y hierro.
En cuanto la conectaban en la boca de riego, se iniciaba el ritual. Gritábamos: «La xeringa curta, que no hi arriba!»*. Llamábamos “xeringa” a la manguera dándole un doble sentido que les provocara, ya me entendéis. Lo conseguíamos casi siempre. A pesar de lo gravosa que debía de ser su tarea, levantaban la “xeringa” y nos lanzaban el agua a toda presión. ¡Era divertidísimo! Simulábamos que eran incapaces de mojarnos; pero, finalmente, aquellas lluvias benéficas nos calaban hasta los huesos, porque de eso se trataba. Lo sabían ellos y lo sabíamos nosotros.
Ahora se riega por aspersión o con máquinas, y los que las manejan no parecen agotarse demasiado; pero aquellos “porteadores” de serpientes de caucho y hierro eran, como tantos otros en aquellos años, empleados municipales de una pieza. Me hace bien pensar que, en algún sentido, nuestras escaramuzas les hacían menos gravoso su trabajo, siquiera fuera por unos minutos. Era un entrañable “entente cordiale”.
En cuanto la conectaban en la boca de riego, se iniciaba el ritual. Gritábamos: «La xeringa curta, que no hi arriba!»*. Llamábamos “xeringa” a la manguera dándole un doble sentido que les provocara, ya me entendéis. Lo conseguíamos casi siempre. A pesar de lo gravosa que debía de ser su tarea, levantaban la “xeringa” y nos lanzaban el agua a toda presión. ¡Era divertidísimo! Simulábamos que eran incapaces de mojarnos; pero, finalmente, aquellas lluvias benéficas nos calaban hasta los huesos, porque de eso se trataba. Lo sabían ellos y lo sabíamos nosotros.
Ahora se riega por aspersión o con máquinas, y los que las manejan no parecen agotarse demasiado; pero aquellos “porteadores” de serpientes de caucho y hierro eran, como tantos otros en aquellos años, empleados municipales de una pieza. Me hace bien pensar que, en algún sentido, nuestras escaramuzas les hacían menos gravoso su trabajo, siquiera fuera por unos minutos. Era un entrañable “entente cordiale”.
* «¡La manguera corta, que no llega!»
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